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Columna
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La mala reputación

José María Ridao

Tiempos confusos se deben de estar viviendo para que algunas ensoñaciones del arbitrismo aspiren a convertirse en la solución para contener y ordenar la llegada de trabajadores extranjeros. Aprovechando el tirón de su victoria en las elecciones presidenciales y en las legislativas, Nicolas Sarkozy ha anunciado que los inmigrantes deberán acreditar el conocimiento de la lengua y de los valores de Francia. El conservador que aspira a convertirse en un modelo para Europa, incluida España, ha dado el paso de proponer como una de las medidas estelares para el control de la inmigración lo que hace apenas unos años fue considerado como una iniciativa aberrante cuando fue sugerida en Austria.

Esta es la trampa a la que conduce el propósito de convertir la integración de los trabajadores extranjeros en criterio de selección, en instrumento para lograr ese objetivo monstruoso de una inmigración escogida en lugar de padecida, como si se hablase de un mercado de ganado. Se olvida que para integrar hay que adoptar una decisión previa, y casi siempre implícita, que es la de definir la sociedad en la que los inmigrantes deberían integrarse. Por lo que respecta a la lengua, primer criterio invocados por Sarkozy, parece claro en principio: nadie puede tener dudas acerca de qué es la lengua francesa, o en su caso, alemana, española u otra. El problema es que habrá que crear un cuerpo de gramáticos del Estado y colocar un listón legal para distinguir el uso lingüístico adecuado del insuficiente; es decir, habrá que elevar la gramática al rango de ley estatal y castigar los errores de conjugación, de concordancia, de ortografía o de vocabulario como si fuesen equivalentes a faltas administrativas, que abren o cierran la posibilidad de obtener los permisos de residencia y de trabajo. El único mérito que cabría reconocer a esta extravagante iniciativa sería el de ilustrarnos sobre el origen y los motivos de las jergas, que no por casualidad siempre o casi siempre han tenido un carácter de desafío al poder. ¿Qué hará el cuerpo de gramáticos del Estado frente a las jergas, las prohibirá o, por el contrario, considerará ciudadanos dudosos o de segundo orden a quienes las empleen?

Pero la dificultad mayor aparece con la mención de Sarkozy a esas criaturas inefables que son los valores, que también en España parece ganar inesperados adeptos. Para exigir a los inmigrantes que conozcan los valores de un país, no sólo habrá que saber cuáles son esos valores, algo que no resulta fácil en una sociedad abierta, sino también darles un estatuto legal y obligatorio, como en el caso de la gramática. Salvo que su definición se pretenda dejar a la libre decisión del Ejecutivo y, en resumidas cuentas, de los cuerpos y fuerzas de seguridad encargados de controlar la entrada o la presencia de extranjeros -con lo cual será la arbitrariedad lo que habrá ganado terreno, no la legalidad- cualquier país que pretenda aventurarse por la vía que ahora propone Sarkozy le llevará a enfrentarse a una alternativa en la que ninguna de las opciones resulta aceptable. O bien se decide que el conocimiento y la observancia de esos valores sólo son obligatorios para los extranjeros, y entonces se abre el camino para una ley especial, o bien se declara que es una norma de alcance general, y en ese caso La mala reputación, la deliciosa canción de Georges Brassens, se convertirá en un intolerable himno subversivo. Para conseguir una inmigración escogida y no padecida, ya se sabe lo que tienen que hacer los nativos: en cuanto suenen los primeros acordes de cualquier música militar, nada de quedarse en la cama para no ser considerado un extranjero. Y mucho cuidado con estudiar mal la historia nacional u olvidarse en algún momento de lo aprendido: no es que un estudiante se arriesgue a un suspenso, es que se arriesga a poner su ciudadanía en entredicho.

El derecho del autoritarismo alemán creó un tipo penal denominado "delito de modo de vida", que en España adoptó la forma de "Ley de vagos y maleantes". Cuando hoy nos preguntamos perplejos cómo se pudo llegar a semejante aberración, una parte sustancial de la respuesta nos la dan los buenos propósitos de un conservador modélico como Sarkozy: el motivo se encuentra en ese denodado empeño de convertir algunas ensoñaciones del arbitrismo en solución, según invitan a hacer estos tiempos confusos.

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