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Reportaje:

Territorio mágico

Isla de Pascua. Fascinante, bella, legendaria, misteriosa, enigmática... son adjetivos que definen a este territorio, el más insular del mundo, situado en medio del océano Pacífico. Un 'país de las maravillas' al que sólo debería viajar gente dispuesta a ver y escuchar para contarlo después.

El chófer que me lleva a la montaña de Orongo me cuenta que unos meses atrás llegaron a la isla unos viajeros estadounidenses que le contrataron para hacer esa misma excursión -una de las más solicitadas por los turistas en la isla- a medianoche. Él les previno de que las vistas panorámicas extraordinarias que se divisan desde allí desaparecerían en la oscuridad, y les advirtió de que la tarifa del traslado sería doble que en horario normal, pero ellos, empecinados, aceptaron sin discutir. A las once de la noche les recogió en su hotel y comenzó la ascensión hacia la cumbre. Eran dos hombres cincuentones y una mujer joven que sólo hablaban inglés, idioma en el que el chófer, sin estudios, se defendía mal. En el camino trató de entablar conversación amistosa con ellos, pero se mostraron taciturnos. Al llegar al final de la carretera, dejaron el coche y caminaron en silencio hasta el pueblo antiguo de Orongo, donde hace siglos se realizaba el ritual casi mágico del Hombre pájaro. Allí, al borde mismo de un acantilado prodigioso, en una noche iluminada por la luna llena, los gringos se detuvieron, abrieron sin decir nada sus mochilas, y, cuando el chófer se echaba ya a temblar de miedo creyendo que lo descuartizarían, comenzaron a quitarse la ropa hasta quedar completamente desnudos. Luego se arrodillaron y entonaron cánticos y jaculatorias a la Luna durante horas.

Al día siguiente de contarme esa historia, el chófer, que me lleva ahora por la costa oeste de la isla, enfila una carretera que desciende suavemente en pendiente. De golpe, frena el vehículo, apaga el motor con teatralidad y levanta los pies de los pedales: el coche comienza entonces a ir hacia atrás, como si en vez de deslizarse por la pendiente la remontara. El chófer, igual que los magos que se remangan para probar que no hay truco en sus prestidigitaciones, saca la llave del contacto y me la entrega para que no me quepa duda.

Una hora más tarde de esa demostración, en el camino de vuelta a Hanga Roa, la capital de la isla, una mujer se cruza en la carretera frente a nuestro automóvil y nos obliga a detenernos. Con el rostro desencajado por el susto, nos cuenta que unos pájaros enormes acaban de atacarla mientras caminaba hacia la ciudad y nos suplica que la llevemos. Aunque vive desde hace años en Santiago, nació en Madrid. No se parece a Tippi Hedren, pero es guapa. Ya en el coche me describe con más detalle a los pajarracos negros que descendían planeando para picotearle el pelo. No miente: en su expresión aún hay pánico.

Esto es la isla de Pascua: un territorio de ficción, un gran teatro legendario en el que todo está formado por fábulas, misterios y jeroglíficos históricos que alimentan la curiosidad del visitante y engordan el orgullo del lugareño. Desde el mismo momento de aterrizar en ella, todo son enigmas: ¿de qué manera llegaron hasta allí los primeros pobladores?, ¿cómo fue posible que arrastraran los grandes bloques de piedra funerarios de una costa a otra?, ¿qué simbología exacta tenían esos monumentos?, ¿quiénes repoblaron la isla? Al cabo de pocas horas, uno se da cuenta de que en la mayoría de esos misterios lo que menos importa son las respuestas: se trata únicamente de vivir en un mundo mágico, casi sobrenatural.

La isla de Pascua, que en lengua indígena se llama Rapa Nui, es el territorio más insular del mundo. En otras palabras: es la isla que más distancia tiene desde sus costas a cualquier otro punto terrestre. Chile, el país al que pertenece administrativamente, está a casi cuatro mil kilómetros y más de cinco horas de avión. En medio del océano Pacífico, en la Polinesia, se alza el país de las maravillas.

Pero, a pesar del esfuerzo y del dinero que supone llegar hasta allí, el viajero no sentirá decepción: Pascua es fascinante. Por su aura casi esotérica y por su belleza brutal, categórica. Es una isla muy pequeña: desde la montaña de Orongo, en el extremo suroeste, se divisa en los días claros el extremo más alejado, al este. Para explorarla bien bastan dos días, aunque conviene alargar un poco la visita para deleitarse en algunos de sus prodigios.

Lo que ha dado fama universal a Pascua y atrae antes que nada la atención de los visitantes son los moais ("esculturas", en el idioma nativo), esas representaciones humanas gigantescas que tienen aire de modernidad y expresiones hipnotizantes. Los moais se erigían, agrupados, sobre plataformas de piedra llamadas ahu, que eran una especie de altares ceremoniales construidos siempre cerca de la costa. Como no puede ser menos, el significado, la simbología y los detalles constructivos de los ahu y los moais están llenos de misterios, pero parece haber unanimidad en aceptar que las esculturas representaban a jefes tribales muertos que habrían sido enterrados bajo ellas y que podrían así seguir transmitiendo a la comunidad toda su sabiduría y su pundonor.

Existen cerca de mil moais inventariados, pero sólo unas pocas decenas de ellos permanecen aún en pie y en buen estado de conservación. La mayoría están caídos bocabajo y semienterrados, y no es posible enderezarlos porque la piedra en la que fueron tallados, de carácter volcánico, es muy frágil y se partiría. Todos los moais, en realidad, padecen una grave enfermedad: están siendo devorados lentamente por un hongo que ni los científicos más avezados saben al parecer combatir.

En un lugar tan emblemático y lejano como la isla de Pascua es difícil deslindar qué parte de la emoción que el visitante siente corresponde al papanatismo inevitable que produce haber llegado a uno de los parajes más famosos del planeta y qué otra parte al asombro causado realmente por la belleza inexplicable de esas efigies monumentales que se contemplan. Pero de lo que no cabe duda es de que todos los viajeros se sobrecogen al pasear entre los moais y de que su perturbación es sincera.

Los más impresionantes y mejor conservados están en el ahu de la playa de Tongariki, donde se alinean 15 moais grandiosos; en la falda del volcán Rano Raraku, que servía de cantera para la fabricación (aún pueden verse allí, esculpidos en la ladera, algunos moais a medio hacer, tallados pero sin extraer de la montaña); y en el ahu Tahai, cerca de la ciudad, donde se encuentra el único que ha sido restaurado con los ojos de iris blanco y pupila negra que al parecer llevaban todos originariamente. Hay moais de muchos tipos: de cabeza ancha o alargada, de orejas largas u orejas cortas, altos o achaparrados... Sus rostros, deformes, miran con desafío o con ternura. Algunos llevaban un tocado ritual rematando su cabeza, un cilindro alto construido en piedra rojiza extraída de otra cantera situada en el extremo opuesto de la isla. El modo en que los indígenas transportaban estos sombreros llamados pukaos (que llegaban a pesar 10 toneladas) y los colocaban sobre las estatuas es otro de los misterios sin aclarar.

Además de los moais, que son su símbolo, la isla de Pascua le ofrece al visitante otros alicientes, alguno de los cuales puede llegar a ser más impactante aún. El cráter del volcán Rano Kau, por ejemplo, es uno de los paisajes más portentosos y deslumbrantes que he visto jamás. Está situado en la montaña de Orongo, al lado de la capital y del aeropuerto. Allí se celebraban algunas de las ceremonias más trascendentales de los antiguos pobladores de Pascua, como ésa del Hombre pájaro que servía para elegir al jefe de la tribu: los jóvenes más valerosos corrían hasta el acantilado, se arrojaban desde las rocas, nadaban hasta un islote cercano y regresaban luego. Si alguno de ellos no había sido devorado por los tiburones que infestaban esas aguas, era coronado durante un año, al cabo del cual la ceremonia se repetía de nuevo. Pero la belleza del Rano Kau no es ceremonial. Las laderas internas del cráter están cubiertas de una hierba muy verde, y en el fondo hay una superficie de aspecto pantanoso, un lago lunar sobre el que flotan planchas de vegetación como si fueran nenúfares. Situado en un paraje expuesto e inhóspito, sobre él sopla el viento enloquecedoramente, con furia. Es el enclave perfecto para tener ideas suicidas o para concebir proyectos colosales.

En la costa oeste de la isla hay cuevas naturales subterráneas en las que se refugiaban los isleños cuando sufrían alguna invasión. En el interior de ellas pueden encontrarse restos de vida primitiva, utensilios, rocas horadadas para cocinar y esa atmósfera de catacumba que siempre estremece. No tienen un interés extraordinario, salvo una de ellas, abierta sobre el mar a los pies de Hanga Roa, que conserva unos restos muy deteriorados, pero hermosísimos, de pinturas arcaicas.

En Occidente se cree que las aguas del Pacífico son cálidas. Las que bañan la isla de Pascua lo desmienten. El nadador más curtido en aguas gélidas deberá poner a prueba su resistencia al sumergirse en cualquiera de las dos playas que se ofrecen al viajero allí: la de Anakena y la de Ovahe, más recoleta y resguardada. Una al lado de la otra rebosan paz.

Una de las mayores excelencias de la isla de Pascua es ésa: la paz. En contra de lo que se cree, no está apenas explotada turísticamente, de modo que es posible visitar los moais sin apreturas, caminando junto a ellos calmadamente, o recorrer el filo del cráter del Ranu Kao contemplando el volcán en completa soledad, sin más estorbo que el del viento. Sólo llegan a la isla aviones desde Tahití y desde Santiago de Chile, y hasta hace no mucho tiempo ni siquiera lo hacían diariamente. Así, los paisajes escarpados de la costa o algunas de las perspectivas casi hercúleas de los moais se engrandecen con el silencio.

Pero la falta de cultura turística tiene también sus desventajas. Hay pocos hoteles y su calidad es bastante anodina. En realidad son casas particulares habilitadas como alojamiento para huéspedes, una especie de bed & breakfast locales en los que el servicio es desigual. Con los restaurantes pasa algo parecido: hay pocos y mal regentados. Si el viajero se distrae hasta tarde recorriendo la isla, ya no podrá cenar. El famoso pescado de isla de Pascua, de cuya singularidad se hacen lenguas en el continente, puede convertirse para el visitante, si la suerte no le acompaña, en una mera leyenda.

Todos los hoteles y restaurantes están en Hanga Roa, la capital de la isla y su única población. Tiene aproximadamente tres mil habitantes y todas sus edificaciones son de una planta, sin adornos ni preciosismos. La ciudad no posee otro atractivo que el de permitir la convivencia con los pobladores nativos de la isla, que, de hacer caso a lo que se cuenta, son hostiles, antipáticos y violentos. Como en todas las comunidades mitológicas, hay un alarde continuo por mostrar la pureza de sangre: los rapa nui, descendientes de los antiguos pobladores de la isla, sacan pecho para vanagloriarse de su linaje.

No hay que rebuscar mucho, por tanto, para encontrar testimonios elocuentes de racismo: familias de rapa nui que repudiaron a hijos o a hermanos por casarse con chilenos continentales. Su fisionomía, de rasgos polinesios algo brutales y orondos, es extraña. Se les ve cabalgando al galope por medio de la ciudad, con la melena al viento como criaturas fabulosas, pero luego, en la cercanía, son ariscos e impertinentes, y tienen, como todos los que viven en islas apartadas, un aire de vesania y de melancolía difícil de curar. Según cuentan sin pudor, muchos de ellos, desesperanzados, llevan a sus hijos a orfanatos en vez de a colegios y dedican el tiempo a mirar pasar la vida.

Siempre es fácil encontrar, en Hanga Roa y en toda la isla, alguna estampa onírica que aturde al viajero. Por las calles de la ciudad, por ejemplo, deambulan caballos agonizantes que han comido una hierba venenosa muy común en los campos de Pascua. Sus dueños los abandonan a su suerte y se los ve arrastrándose por los caminos sin rumbo, como bestias borrachas.

Antes de partir, el viajero puede subir a lo alto del Puna Pau, el monte de escoria rojiza del que se extraían los pukaos que coronan a algunos moais. Desde allí tiene unas vistas extraordinarias de la ciudad y de una gran extensión de la isla que, arbolada antaño, fue deforestada por sus propios pobladores para que el ganado pudiera pastar a gusto. El horizonte, que en efecto es siempre circular, sólo muestra la línea monótonamente azul del océano.

La isla de Pascua es una tierra inventada, un lugar al que sólo deberían viajar escritores y gentes que, como ellos, estén deseosos de escuchar historias llenas de maravillas para contarlas luego. Igual que en todos los lugares emblemáticos, existe un ritual que el viajero está obligado a rea-lizar para asegurarse mágicamente el regreso a la isla. En Pascua no se trata, como en casi todas partes, de arrojar una moneda a una fuente, sino de coger una fruta silvestre característica de allí y comérsela en la escalerilla del avión antes de partir. Casi nadie lo hace. Tal vez porque todo el mundo sabe que a los lugares imaginarios no se vuelve nunca.

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