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Columna
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Las herencias y la justicia social

El actual debate en torno a la supresión del impuesto sobre sucesiones no sólo tiene interés político y financiero. También lo tiene intelectual. Aunque no se explicite, en su antesala se encuentran posiciones antagónicas respecto a los límites filosóficos a la redistribución (Nozick versus Rawls) o al propio sujeto de la redistribución (familias versus individuos). Tradicionalmente, las posiciones más escoradas a la derecha están en contra del impuesto y a favor de una concepción familiar y hereditaria de la riqueza. Por su parte, los liberales de izquierda apoyan este impuesto como instrumento redistributivo y de igualación de oportunidades, e inciden en que debe ser el individuo la unidad de análisis, tratando de corregir, siquiera parcialmente, las consecuencias del azar: el hecho de haber nacido en una familia rica o en una pobre.

A favor de los defensores del impuesto están los estudios científicos, la experiencia internacional, y el reciente y para algunos sorprendente posicionamiento de algunos de los hombres más ricos del mundo (Bill Gates y Warren Buffet, entre otros) ante la iniciativa del presidente Bush de eliminar el impuesto en Estados Unidos, finalmente abortada. ¿Qué decir de los estudios científicos? Pues que la práctica totalidad de ellos muestran la fuerte capacidad redistributiva del impuesto, que recae sobre todo en las personas más adineradas. Y que se trata de un buen complemento del IRPF, al gravar plusvalías latentes en los momentos de la transmisión que de otro modo quedarían sin gravar. Como no podía ser de otro modo, en círculos académicos se defienden ajustes y revisiones del impuesto. Pero de forma similar a como se hace para el IRPF o el impuesto sobre sociedades: los investigadores siempre animan a bogar hacia los mundos ideales. Finalmente, la evidencia internacional muestra que el impuesto es la regla y no la excepción, salvo en casos como la Italia de Berlusconi.

Y a pesar de todo lo anterior, la perspectiva de derecha triunfa. La reivindicación de amplias rebajas y supresión ha calado en general en España y en particular en comunidades como Galicia. El Partido Popular, organizaciones como el Círculo de Empresarios y algunos medios de comunicación han sido capaces de construir y difundir con éxito un marco interpretativo pesimista, en el que la amenaza de fuga de capitales y la inequidad entre los españoles de a pie son pivotes argumentales.

Sin duda, las cesiones de capacidad normativa sobre el impuesto a las Comunidades Autónomas en 1997 y, sobre todo, 2001 favoreció un proceso difícil de parar unilateralmente para un gobierno escorado a la izquierda. En este sentido, la propuesta para el ejercicio fiscal de 2008 y siguientes desgranada estos días por el conselleiro de Economía es probablemente de lo más valiente que puede hacer en estos momentos la Xunta: mantener el impuesto haciendo algunas concesiones razonables.

Pero me temo que es una estrategia insuficiente, si de verdad los partidos de izquierdas quieren mantener el impuesto en el medio plazo. Para eso deberían hacer dos cosas. Primero, redefinir el marco interpretativo: explicar a los ciudadanos los efectos económicos y sociales del impuesto científicamente contrastados. Segundo: identificar y corregir los problemas de un impuesto.

En particular, debe evitarse en todo lo posible que el tributo afecte el funcionamiento y supervivencia de empresas productivas. Porque ésas generan empleo y bienestar y porque ya pagarán de forma significativa a través del impuesto sobre beneficios. Aunque el sentido común apunta hacia que la bonificación del 99% que aprobará la Xunta es suficiente para no hacer quebrar a nadie, quizá merecería la pena estudiarlo más en detalle. Tercero: impulsar acuerdos entre comunidades autónomas o, si eso no es posible por el rechazo de las comunidades gobernadas por el Partido Popular, redefinir desde La Moncloa el espacio de posibilidades de las Comunidades Autónomas. En particular, establecer un mínimo que sirva de suelo a la carrera fiscal a la baja.

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