El Grial y un amigo de Tolkien
El interés de un escritor menor como Charles Williams (1886- 1945) está o bien en lo anecdótico (fue un fiel y querido amigo de J. R. R. Tolkien y C. S. Lewis, miembros los tres de un club literario oxoniense) o en su singular dedicación a un género que podemos denominar policiaco-sobrenatural. No es el primero que introduce lo sobrenatural en el relato policiaco: ahí el campeón es Gilbert K. Chesterton a través de los maravillosos cuentos que tienen por protagonista al Padre Brown. Lo que sucede es que así como Chesterton tiene el buen gusto de utilizar lo sobrenatural con cuentagotas, pero con gran eficiencia, Williams carece de sentido de la medida. La novela que nos ocupa, Guerra en el cielo, es un buen ejemplo que permite hacer una serie de consideraciones al respecto.
GUERRA EN EL CIELO
Charles Williams
Traducción de A. Muñoz García y Delia Borrego
Homo Legens. Madrid, 2007
296 páginas. 19,90 euros
En la novela tenemos a un
arcediano que incluso físicamente recuerda al Padre Brown y que será eje de la historia junto con un antiguo cáliz que resulta ser el Grial. La anécdota es sencilla: un erudito en vasos antiguos descubre el paradero del Grial: en la parroquia del arcediano. Un prepotente editor se hace con él recurriendo incluso a la agresión y, a partir de ahí, inicia un proceso de inmersión en el "lado oscuro". Además, un cadáver ha aparecido en la editorial, lo que obliga a intervenir a la policía. Comienza una lucha entre las fuerzas de la luz y las fuerzas de la oscuridad a la par que se desarrolla una investigación policial paralela, ésta en el mundo de la realidad tangible. De un lado se enfrentan el arcediano, un duque católico y un descreído; del otro, el viejo editor, una especie de judío misterioso y un no menos misterioso griego propietario de una farmacia bastante especial. Hay otros personajes por medio, pero secundarios. De hecho, los personajes no lo son propiamente, pues no tienen caracterización ya que su existencia es más funcional, al servicio de la trama, que propiamente dramática.
La novela es muy estupenda en su primera mitad, donde predomina la narración de los hechos. Williams despliega con habilidad y un excelente uso del diálogo los movimientos de los personajes y de la historia; el lector sigue intrigado en un relato anclado en la realidad, en el que asoman elementos fantásticos y advierte enseguida que se encuentra ante un autor culto, inteligente y con un buen sentido del humor, muy inglés; por ejemplo, el descreído Morgenstern, aludiendo a su salida a la calle justo cuando empieza a llover, declara: "Tengo que escribir el diario de un hombre que sale siempre en el momento equivocado, empezando por una cesárea". El problema empieza cuando la novela se escora hacia la lucha entre el Bien y el Mal y pretende describir éste de manera alegórica y lo carga de imágenes y lucubraciones teológico-fantásticas que actúan como efecto inercial y frenan el desarrollo narrativo.
El peso de la religión en el re
lato no es narrativo, es pesadamente doctrinario. Los intentos de describir los procesos de transformación y transmisión entre los mundos de oscuridad y luz son un error porque se engolfa en ellos y pierde el sentido de la medida. En realidad lo que trata es de dar forma a conceptos por medio de imágenes y el resultado es más bien pastoso. George Lucas o Ridley Scott lo hacen mucho mejor en sus películas porque se limitan a crear el clima de misterio, no a mostrar el contenido de La Fuerza o de la criatura de Alien pues saben que para conseguir el efecto buscado es mejor sugerir que mostrar. Por eso la segunda mitad del libro de Williams progresivamente abruma y acaba por hartar. Además, es muy previsible: no porque vaya a triunfar el Bien -lo que sucede siempre- sino porque la misma voz narradora habla del bien y del mal con esa tranquilidad del creyente que sabe que, suceda lo que suceda, sea cual sea la amenaza, siempre tiene a Dios y a la otra vida.
El peso de la religión se advierte no sólo en la novela sino en la colección a la que pertenece, de evidente trasfondo católico, apostólico y romano, donde conviven autores doctrinarios y didácticos (el cardenal Wiseman, Martín Vigil...) con genuinos narradores que tienen lo religioso como fondo, pero lo usan literariamente (François Mauriac, Evelyn Waugh...). Salvo en su último tercio, el libro se lee con agrado y se aprecia en él la finura intelectual del autor y una escritura elegante. Lástima que, paradójicamente, sus creencias le traicionen (desde el punto de vista narrativo, se entiende, pero es que se trata de una novela) y le hagan dar el salto de la fantasía a la inverosimilitud. La verosimilitud, no la verdad, es, como sabemos, la clave de la escritura narrativa. Este libro es un buen ejemplo de ello.
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