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Columna
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La música que nos ama tanto

La música ha ido filtrándose y ocupando tan ampliamente nuestras vidas que pronto será como un plasma natural donde la existencia boga. Probablemente -aunque de otro modo- siempre fue así puesto que no hay crecimiento sin haber sido bien mecido, ni, al fin, biología sin melodía. Si la actualidad resulta especialmente sonora es a partir de la abundante música producida, tanto aquella que se vende, se anuncia o se descarga, como la otra que se brinda sin aviso y envuelve el ocio, el trabajo o la penitenciaría, el aparcamiento o la terraza como un fluido amniótico que da pavor imaginar los efectos de su eventual interrupción.

No ha sido suficiente que los ascensores o los lavabos, los aviones o las consultas médicas unieran su destino al hilo musical. Las firmas componen ya su identidad aliándose a determinadas colecciones de CDs o a temas que ordenan componer expresamente para comunicar su esencia. El aroma intangible de la música calará en el cliente y conferirá carácter al artículo.

Aquello que todavía se ofreciera sin música denotaría su antigüedad porque lo nuevo se combina desde ahora con un cuidado e ineludible trago musical, y su fragancia transparente. Las firmas eligieron antes la densidad de un color para diferenciarse: el azul de IBM, el rojo del Alfa Romeo, el amarillo de Shell. Un paso más y al cromatismo carnal sigue la cautivadora espiritualidad del ritmo. El ojo capta, pero el oído se deja captar. El ojo admira la belleza, pero el oído se puede turbar.

Nada como la musicalidad para conquistar el alma puesto que ni el alma ni la música conocen la tiranía de lo racional. El auge de lo emocional y de la aventura controlada se corresponde con el sentir musicalizado y los vértigos de su discurso fuera del sentido común. Siendo, además, exactos, el alma o su delirio no son otra cosa que un imprevisto compás. Son tan intangibles como una música y tan complejos como los ademanes sinfónicos.

Más aún, la música posee la naturaleza de la verdad sin mezclas. Representa al espíritu desprovisto de aditivos y al alma fuertemente blindada ante las arteras maniobras de la explicación.

Finalmente, para bien del encantamiento del mundo, la música narcotiza o estimula sin que podamos verla venir. Actúa como un sedante o una anfetamina cuya alquimia aporta, en el universo general del marketing, la fórmula para llevar a comprar. Entrar en un comercio, permanecer en el supermercado, decidirse inexorablemente por el objeto, son algunas de las acciones al alcance de la sutil estrategia del elemento musical.

Precisamente, el hilo de música que desde hace más de medio siglo ha franqueado casi todas las puertas y penetrado por todos los orificios, se ovilla en el iPod personal, cuaja en el cazafantasmas del MP3 y circula por la vasta malla del ciberespacio. No hay contemporaneidad sin el acicate de la música puesto que una segunda realidad sonora ha ido sumándose notablemente a los ruidos del tráfico, al son de los ríos y las tormentas, a los borborigmos del cuerpo, las burradas de los políticos y los surtidos roces del amor.

Según el testimonio reciente de Klaus Heymann, presidente del supersello musical Naxos, dentro de unos diez años el servicio musical será recibido igual que el del agua, el gas o la electricidad. Los hogares pagarán una cuota mensual y dispondrán de un suministro continuado y amplio: músicas de cualquier tipo, para cualquier lugar y a cualquier hora.

Fiesta y música conformaron un binomio indisoluble desde el origen de la Humanidad. La actual cultura del consumo y del entretenimiento, que ha realizado ya la utopía de confundir la vida y el arte, el autor y el público, la estética y el crimen, ha creado también la fusión entre el estar vivo y la alta fidelidad. Ni los coches, los perfumes, los teléfonos, los hijos, la amante o El Corte Inglés, serían concebibles sin su aura musical. Necesariamente, inmóviles o no, todos bailan.

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