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El vino y el mar

El mar trae todas las cosas, y se las lleva. Los mares han sido el espacio de transmisión de las civilizaciones, entre ellas la del vino. Así, el continuo arrumbar desde el oriente al occidente del Mediterráneo (hasta la caída de Constantinopla en manos de los turcos en 1451) de variedades, vinos y técnicas convirtió a este mar en un lago vinícola.

El número y calidad de variedades orientales, llegadas desde Judea (Macabeo) y Alejandría (Moscatel) en el siglo I y la Cabernet Franc y la Sirah desde el Líbano y Siria a Saint Marie du Mar en la Camargue en las cruzadas, nos hablan de lo viajero que ha sido el vino en el mar. El inicio de las navegaciones oceánicas de los portugueses significó un reto y una oportunidad para el vino como negocio global durante 4 siglos, que solo fue superado por los acuerdos GATT firmados por la UE en octubre de 1995 durante aquellos 10 días que cambiaron el mundo del vino.

Las travesías oceánicas produjeron un cambio estructural en la alimentación y la navegación. Hasta ese momento esta era de cabotaje. Atravesar el Atlántico o el Índico, y no digamos el Pacífico era cosa de meses; agua y alimentos se pudrían, la falta de alimentos frescos debilitaba a las dotaciones y la carencia de la vitamina C producía el escorbuto, la terrible mancha que conducía a la muerte. El vino ayudó a combatir esas carencias y amenazas. Debido a su grado alcohólico (de 15º, 16º y 17º) y al ácido tartárico, componente natural en el vino, era un gran conservante y desinfectante. Mezclado con agua impedía la putrefacción de esta y evitaba la sed, y algunos como el Fondillón de Alicante, el Oporto, el Madeira o el Málaga de la montaña, tenían tanto ácido cítrico (todos los vinos lo tienen) como para combatir la ausencia de vitamina C. Un derivado del vino fue utilizado por el capitán Cook en sus largos viajes por el Atlántico y el Pacífico. El chucrut hecho de zumo de limón y repollo fermentado en vinagre evitaba el escorbuto, pero había que tomarlo todos los días -el viaje duraba más de un año-, y Cook tuvo que usar toda su autoridad moral (que era mucha) y todo el ejercicio de disciplina del que era capaz para imponer ese tipo de dieta, pero en tres viajes no perdió a nadie por sanidad alimentaria. La elección de esa alimentación junto con la del carbonero del mar del norte como navío (que él hubo de imponer al almirantazgo británico) para las expediciones, fueron la causa de su éxito, en el que descubrió la terra australis, y no es de extrañar que en una de sus primeras aguadas en Australia bautizara -con brindis de Oporto- a aquella ensenada por su exuberancia como Bahía Botánica.

Todas las leyendas del mar sobre navíos fantasma, barcos de velas negras, fuegos de Santelmo y errantes veleros sin vida, tienen origen en los barcos que navegaban sin rumbo al haber muerto su tripulación por enfermedades y hambre, con pilotos atados a los timones y gavieros colgando como mortajas en sus velas. No es de extrañar que Magallanes encargase entre los mejores vinos de la época, 200 barricas de rancio Alicante para su expedición de circunnavegación del globo. Aún así, al llegar a la zona de los 40 rugientes (llamada así por los vientos que soplan bajo el paralelo 40º, latitud sur) había perdido parte de la tripulación. Pero este viaje hizo parte de la gran leyenda del Fondillon, el patrimonio histórico vinícola valenciano más importante. Hubo que esperar a 1800, 21 años después de la muerte de Cook, para que la Royal Navy adoptase el zumo de lima (desde entonces sus buenos marinos son llamados por sus colegas americanos limey) como dieta para combatir el escorbuto, aunque el zumo de limón era usado por algunos marineros del Mediterráneo y de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales que conocían la relación que había entre beber zumo de limón y la ausencia de la enfermedad. Pero hasta entonces el grado alcohólico del vino, sus ácidos naturales y el ser, como dijo Pasteur, la más sana e higiénica de las bebidas fue una salvaguarda sanitaria para la gente del mar. Durante siglos en la antigüedad, el transporte de vino condicionó la arquitectura naval -barcos y puertos- debido a las ánforas, clavadas por su punta en el fondo arenoso de sollados y bodegas de los barcos. La barrica de roble descubierta por Julio César en la conquista de las Galias cambió esto, y hasta su uso para la crianza a finales del XIX, fue el contenedor de transporte de liquido salvador de las grandes travesías oceánicas y el módulo de transporte del vino. Desde el Grau de Valencia han zarpado escuadras de mercantes con vino a Sete, Amberes y Londres. El museo marítimo de las atarazanas debería contar la historia marina valenciana de este tráfico. Porque un puerto no es solo un lugar en sí mismo sino un nudo nervioso conectado con su hinterland. El ajoarriero que hacen tan magníficamente en La Venta de l'Home (Buñol) o el Bar Leon en Cheste (los mejores) lo explica bien, así como la cazuela de finísimo bacalao del Restaurante El Pi de Naquera, venido de una despensa natural del mar exterior y cocinado ad hoc en el hinterland del puerto de Valencia. De él parten vinos como el Fusta Nova, El Estrecho de monastrell (que tendrá una magnífica singladura enológica y cuyo buqué recuerda la grandeza de cruzar los de Sonda, Drake o Gibraltar), el Gran Imperial (vino de postre que haría las delicias de Cook, Sourcouf, o Nelson) o el más naval de todos ellos, el Casta Diva, para demostrar que 39º 27' N - 0º 18'W no es una ubicación sino un punto de origen y de llegada.

Joan C. Martín es enólogo y escritor.

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