Apasionante vehemencia
En un panorama de estrenos tan adocenado, predigerido y fácilmente descifrable como el actual, la llegada a las carteleras de Tideland es motivo de satisfacción. Aunque sólo sea para odiarla profundamente, sentimiento que sin duda invadirá la mente de una parte de sus presumibles espectadores. Radical, delirante, obscena, mágica, tan deslumbrante como cargante, tan repulsiva como sugerente, la película de Terry Gilliam es un canto al replanteamiento ético de la obra cinematográfica.
La carrera del autor de Brazil ha venido marcada por los problemas de producción y por la repetida intromisión artística de sus financiadores, provocando en una parte de su público la paradójica sensación de que, pasara lo que pasara en la fase de producción, sus películas nunca se redondeaban: es decir, cuando los que ponían la pasta utilizaban la tijera, se echaban en falta buenas dosis de magia, y cuando le daban plena libertad, la película se resentía por acumulación de arbitrariedades. Pero a veces el cine imperfecto cargado de vehemencia es mucho más apasionante que el impecable sin alma. Como la desequilibrada (narrativamente y quizá mentalmente) Tideland, un lisérgico cuento de horror repleto de chutes de heroína, muñecas sin cuerpo, besos prohibidos y amores gangrenados.
TIDELAND
Dirección: Terry Gilliam. Intérpretes: Jodell Ferland, Jeff Bridges, Janet McTeer, Brendan Fletcher. Género: drama. EE UU, 2005. Duración: 122 minutos.
Babelia
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