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Columna
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Alemanes en Afganistán

Bajo el mando de la OTAN, tropas de 29 países, entre ellos España, legitimadas por la petición formal del Gobierno de Kabul y distintas resoluciones del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, se ocupan de garantizar la seguridad y los derechos humanos de la población, a la vez que contribuyen a reconstruir Afganistán, no sólo en sus infraestructuras materiales, arrasadas en 22 años de guerra, sino sobre todo a mejorar la organización política y social, tratando de superar las divisiones tribales que lo hacen ingobernable. Sin un mínimo bienestar, ni una cierta operatividad del Estado, no cabe el orden indispensable para empezar a arrancar. Justamente, debido a la inseguridad reinante, no se han enviado cooperantes, sino tropas, que no están autorizadas a emprender operaciones militares, aunque sí a recurrir a las armas para su autodefensa, así como para proteger a la población, instituciones y autoridades.

El 19 de mayo, mientras patrullaban en la ciudad de Kundunz, en la que está estacionado un contingente alemán de la ISAF (International Security Assistance Forces), un ataque suicida mató a tres soldados alemanes e hirió a otros cinco, algunos gravemente, aparte de ocho civiles afganos muertos y 16 heridos. Desde enero del 2002, en que llegaron los primeros militares, la presencia alemana ha ido aumentando hasta llegar a 3.000 efectivos, y son ya 21 las bajas mortales que lamentar.

No sólo el número de víctimas (han caído ya 570 soldados de la ISAF y más de 4.000 afganos) ni los costos ascendentes, sino, en primer lugar, las dudas crecientes de que la intervención en un plazo previsible pueda conseguir el objetivo de estabilizar el país, ha traído consigo que en las dos últimas semanas en la prensa y en los partidos políticos alemanes se haya cuestionado de manera creciente el sentido de la misión. No sólo en estos últimos cinco años se ha avanzado poco en la reconstrucción material, y menos aún en la reorganización política -el Estado sigue brillando por su ausencia- sino que los talibanes se han recuperado de la derrota y se han hecho fuertes al sur del país, mostrando una mayor capacidad para el atentado terrorista. Libertad duradera, que es el nombre de la campaña militar que han emprendido 10.000 soldados norteamericanos contra el terrorismo, lejos de contribuir a la pacificación, ha convertido a la ISAF, que en algunas regiones gozaba de cierta simpatía entre la población por los servicios que presta, en odiadas tropas de ocupación que únicamente protegerían a un Gobierno títere. La imagen de los alemanes en Afganistán ha empeorado sensiblemente desde que 100 soldados de las tropas especiales y seis aviones Tornado de reconocimiento colaboran en misiones de Libertad duradera que, si no son anticonstitucionales, se mueven al margen, ya que la Constitución alemana autoriza el uso de la fuerza militar únicamente en tareas defensivas.

El presidente del SPD, Beck, produjo una cierta conmoción en la coalición al declarar al semanario Spiegel que la presencia alemana en Afganistán no puede ser indefinida. Hartwig Fischer, experto en política exterior de la CDU, remacha diciendo que "únicamente con el uso de la fuerza no llegaremos nunca a la paz". Los Verdes a su vez piden un mayor esfuerzo en la reconstrucción del país y un cambio en la estrategia militar en el sur. La izquierda de Oscar Lafontaine es el único partido que hasta ahora pide la retirada inmediata, pero es la opinión que prevalece en amplios sectores sociales.

El 13 de octubre de este año, el Parlamento tiene que renovar la presencia alemana en Afganistán, y aunque no dudo que lo haga -Alemania no puede desprenderse fácilmente de sus obligaciones en la OTAN, ni renunciar al papel que le corresponde en la escena internacional- irá en aumento la oposición en la opinión pública y en el interior de los partidos. Se sabe cómo se entra en una guerra, pero nunca cómo se sale.

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