Dos experiencias paralelas
Cabría construir un cierto paralelismo en la izquierda catalana y en la española. Pese a que Rodríguez Zapatero se convirtiese en el más implacable enemigo de Pasqual Maragall, mostrando que posee la cualidad propia del político, eliminar sin piedad al que estorba, ambos han cometido el mismo error de intentar, el uno, acabar con el terrorismo en el País Vasco y, el otro, lograr la soberanía plena de Cataluña dentro del Estado español. No seré yo el que critique a un político por su ambición, pero no basta con proponer un gran objetivo, si luego se falla al domeñar las circunstancias. Ambiciosos sí, pero no ilusos. Al uno ha perdido, y al otro pudiera perder, el afán de entrar en la historia por la puerta grande en una sola legislatura.
Vayamos al primer fracaso, que pertenece ya al pasado. Después de decenios de gobierno nacionalista, en vez de ponerse a resolver los graves problemas económicos y sociales que aquejan a Cataluña, tratando primero de consolidar el tripartido con una nueva política de izquierda, Maragall centra todos sus esfuerzos en un nuevo Estatuto, como si después de decenios de gobierno nacionalista nada urgiese tanto como inyectar mayores dosis de nacionalismo. "Las cosas no marchan porque no tenemos todas la competencias; de las desgracias de Cataluña es responsable el centralismo madrileño". Echar a otros la culpa de lo que nos pasa suele traer pésimos resultados. El PSC, frustrando a una buena parte de su electorado, rivaliza con el nacionalismo de la oposición conservadora, e incluso con el más radical del partido con el que gobierna, cuando lo razonable hubiera sido empezar a resolver los problemas pendientes, sin caer en el mito nacionalista de que fuese indispensable alcanzar antes una soberanía plena.
Sin el menor respeto por las Cortes, que, en principio, algo tendrían que decir, Zapatero se compromete a que Madrid ratificará todo lo que apruebe el Parlamento catalán. Cierto que lo hace en un momento en que sólo él, si acaso, piensa que ganará las elecciones; pero los más cucos admiraban la astucia del flamante secretario general por el embolado que dejaría al Gobierno del PP. La matanza del 11 de marzo modifica el resultado esperado, pero el nuevo presidente no olvida una promesa que encaja perfectamente en el que pronto iba a descubrirse el proyecto estrella de la legislatura, acabar con la violencia en el País Vasco. Cataluña mostraría a la izquierda abertzale lo mucho que se puede conseguir por la senda constitucional. Una lección que luego se convirtió en la contraria al fracasar la pretensión de Zapatero, harto ilusa, de alcanzar en el Parlamento catalán un Estatuto que se pudiese aprobar en Madrid. El principal culpable de tamaño desastre habría sido Maragall, del que había que deshacerse lo antes posible.
Es bien conocido el vía crucis -tensiones internas, tanto dentro del PSOE, como en la coalición- que para los socialistas fueron aquellos largos meses de discusión parlamentaria en Barcelona y luego en Madrid. Por boca de Puigcercós, ERC advirtió que el Estatuto catalán dejaría corto al plan Ibarretxe. Si a ello se añade una colérica campaña del PP, que en Cataluña no le ha perjudicado tanto como era de esperar, pero que le ha servido para ampliar su base electoral en una parte de España, y sobre todo las agresiones del nacionalismo español contra Cataluña, que otra vez se reveló la mayor amenaza a la unidad de España, no parecen que se ajusten los costos sufridos a unos beneficios todavía por ver, al depender tanto de la sentencia del Tribunal Constitucional como sobre todo de su implementación práctica.
Con el viejo Estatuto se hubiera podido caminar aún mucho rato en la solución de los problemas pendientes. Otro gallo hubiera cantado a Maragall si, en vez de aspirar a uno nuevo, hubiera llevado adelante una política económica y social que le identificara como izquierda. El presidente de la Generalitat y el tripartito prefirieron quemarse en la lucha por un Estatuto que al final no contentó a nadie, enfureció, más por las formas que por el contenido, al principal socio, movilizó a la derecha y con una gran abstención en el referéndum los catalanes dejaron testimonio fehaciente de lo poco que les interesaba el tema.Perdedor en el envite fue también Zapatero. Pese a su audaz intervención para recuperar un Estatuto que se le escapaba de las manos, al no cumplir Maragall con el encargo de mandar a Madrid uno del que no hubiera que modificar ni una coma, de espaldas al tripartito acuerda una nueva coalición con una CiU convencida de que apartada de gobernar no sobrevive largo tiempo. El acuerdo en La Moncloa con CiU, además de facilitar una salida viable al enredo estatutario, traía el alivio de deshacerse de Maragall y del tripartito. Nuevas elecciones en Cataluña hacían prever una coalición CiU-PSC, que además, tras las elecciones generales, tenía la virtud de garantizar la continuidad del PSOE en el poder. El plan falló porque, pese al espectáculo ofrecido por el tripartito, se sostuvo electoralmente. Los intereses vitales del PSC impusieron un nuevo Gobierno de coalición que, en primer lugar, se ocupase de consolidarse, llevando adelante una política que las elecciones municipales han refrendado. La consecuencia grave para el PSOE es que CiU, fuera del poder en Cataluña, queda con las manos libres para coaligar en Madrid, con participación en el Gobierno, o apoyándole desde fuera, tanto con el PSOE como con el PP.
El fracaso de Zapatero en Cataluña arrastra el de mucha mayor envergadura de su negociación con ETA. La experiencia catalana habría de mostrar al nacionalismo violento que desde las propias instituciones y de acuerdo con el ordenamiento jurídico se podría ganar mayores retazos de soberanía que recurriendo a la violencia, con la que nada se habría conseguido en el pasado, y que en las nuevas condiciones internacionales la base social del terrorismo rechaza de manera creciente. Lo malo era que, frente a las insinuaciones gubernamentales, el Estatuto catalán había puesto de manifiesto exactamente lo contrario, a saber, que, como ordena la Constitución, al final deciden las Cortes y el Tribunal Constitucional supervisa lo aprobado.
Lo ocurrido en Cataluña anulaba el acuerdo, si lo hubo, de que la negociación política tendría que llevarse a cabo en el País Vasco -mesa de partidos- con el compromiso de que lo que decidiesen los vascos sería ratificado en Madrid. Las negociaciones han encallado porque el Gobierno, antes de avanzar en la negociación política, exige el fin de la violencia, y el terrorismo nacionalista, antes del cese definitivo de la violencia, pretende encarrilar la negociación por una vía que no permita dar marcha atrás. Esto no es óbice para no asumir lo fundamental, que hemos entrado en la etapa decisiva de negociar el fin de la violencia, aunque, mientras no se hayan establecido nuevas reglas del juego que perpetúen la dominación nacionalista, los violentos no quieran renunciar a ella. De ahí que sigan considerando la presión armada un requisito esencial para que la negociación marche por el buen camino, algo que Zapatero ni el Gobierno que sea pueden aceptar.
Se hayan reunido representantes del PSV y de Batasuna, del Gobierno o de ETA, antes o después de llegar al poder, muchas o pocas veces, y por variadas que hayan sido las ideas que se hayan manejado, el hecho es que poco se ha avanzado. Las posiciones de ambas partes siguen inmutables, pero con una diferencia: mientras se fortalece el nacionalismo violento, elevado a interlocutor del Gobierno, y no cabe evitarlo, éste pierde credibilidad, al no poder revelar los pasos que ha dado, y menos aún los que está dispuesto a dar para lograr el objetivo. Es obvio que una negociación de este cariz no puede ser pública.
El compromiso ante el Parlamento era negociar sólo después de haber conseguido el fin de la violencia. Pero alcanzar este objetivo exige contactos y negociaciones que la otra parte siempre vincula a reivindicaciones políticas, y mientras que no se salga de este círculo vicioso el Gobierno tendrá que afirmar que no se negocia con ETA, por muchos que sean los encuentros preparatorios. La mayor debilidad de Zapatero consiste en que, si no puede anunciar el fin de la violencia, el Gobierno tiene que mantener en secreto los contactos, mientras que ETA, además de reservarse recurrir a la violencia en las circunstancias que considere oportunas, como forma de presionar al Gobierno, filtra las reuniones según y cuando le convenga. Claro que no sería tan fuerte la presión de ETA si la oposición conservadora y una buena parte de la prensa nacional de facto no sirvieran de portavoces. En efecto, el que el PP no sólo no apoye sino que utilice la lucha antiterrorista para desgastar al Gobierno, a la vez que divide al país en dos partes enfrentadas, lo que ya es grave, fortalece al nacionalismo violento, lo que es gravísimo.
Así como el espectáculo que dio el primer Gobierno tripartito no trajo consigo el descalabro electoral que cabía esperar, el que el PP haya centrado todos sus esfuerzos en descalificar la política negociadora de Zapatero tampoco le garantiza un triunfo electoral. Los ataques furiosos que descalifican al presidente podrían movilizar el voto de izquierda que suele abstenerse, y, como se ha comprobado en las elecciones autonómicas y municipales, en este campo queda todavía un amplio margen. Pero, a diferencia de lo que ocurrió en Cataluña, lo nuevo y más comprometido de las expectativas electorales del PSOE es que dependen por completo de lo que decida ETA. Si hasta las elecciones generales seguimos sin muertos, por mucho que la oposición lo interprete como una forma de rendición, el Gobierno alardeará de que habrían valido la pena los encuentros informales, nada tan valioso como salvar vidas. Si ETA decide que vale la pena cambiar de interlocutor, lo tiene muy fácil, basta con volver al tiro en la nuca. Pudiera ocurrir que la banda terrorista llegase a la conclusión de que podría resultar más fácil un acuerdo con un Gobierno del PP, sabiendo que el PSOE no tendría otro remedio que apoyarlo.
Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología.
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