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Elecciones 27M
Columna
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La palabra perdida

Josep Ramoneda

La única ventaja de la noche electoral del pasado domingo es que ningún partido tiene derecho a cantar victoria. A lo sumo, puede hacerlo algún alcalde, en particular, y, a la cabeza de ellos, el ganador en Tarragona. Los partidos políticos, en plan idiota orgánico colectivo, ofenden la inteligencia de los ciudadanos con ridículos argumentarios para revindicar su victoria. Por este camino, es de temer que ni siquiera este nuevo fracaso colectivo les hará reaccionar. El peculiar microsistema político catalán está haciendo agua, y deberían ser los partidos los primeros interesados en abrir un debate sobre qué se tiene que cambiar. Me temo que, también esta vez, unos y otros se conformarán con lo obtenido y seguirán esperando improbables tiempos mejores.

Ciertamente, está vez nadie puede cantar victoria. No la puede cantar el tripartito, ni en conjunto ni separadamente. El resultado de Barcelona, donde los tres partidos del gobierno pierden un escaño cada uno, debería hacerles comprender que su proyecto para la ciudad está obsoleto y que, si han obtenido una prórroga de cuatro años, tienen la obligación de aprovecharla. Todo el mundo sabe que Trias era un candidato al que le había pasado la hora. Los cambios le habían dejado fuera de fuego. Ha bastado, sin embargo, que hiciera una campaña honesta, esforzada y con vocación para sacar los colores al tripartito. Pero en fin, pocas ilusiones de cambio, porque ya se sabe que a los partidos cuando conservan el poder se les van los colores de la cara muy deprisa.

Tampoco el PSC puede cantar victoria. Esta peculiar estrategia que consiste en perder votos y ganar poder tiene, como es fácil de imaginar, fecha de caducidad. La lógica conservadora de los partidos políticos probablemente haga que el PSC sólo vea que nunca había tenido tanto poder como ahora. Por esta vía, descontando un puñado de votos en cada elección, lo perderá pronto. Ya que tiene la suerte de vivir esta situación desde el poder, debería ser capaz de revertirla. Pero esto quiere decir proyecto político. Y a algunos les da miedo.

Iniciativa per Catalunya va probando las amarguras del ejercicio del poder. Aceptó una consejería comprometida, que no le permite seguir ejerciendo la distancia crítica respecto de las zonas oscuras de la política, y empieza a notarlo. Esquerra Republicana está en situación parecida. Para los partidos que vienen de los aledaños de la política institucional, es difícil llegar, pero más todavía mantenerse.

Tampoco CiU puede cantar victoria porque va perdiendo de una manera dramática cuota tras cuota de poder, y porque su exiguo crecimiento, que le permite resistir en tiempos de desbandada, sólo significa que su electorado sigue siendo más fácil de movilizar que el de sus adversarios. Es este el mejor capital que le queda.

El PP sigue en su marginalidad en Cataluña, agravada por un hecho: su principal éxito es el aumento de dos concejales en Badalona, donde García Albiol escupió, sin complejos, todos sus demonios para hacer una campaña xenófoba con el beneplácito de su presidente, el algún día liberal Josep Piqué. Que cada palo aguante su vela.

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Conclusión: la política catalana está bajo mínimos. Hay dos posibilidades. La primera, y más probable, es que el miedo y las pulsiones conservadoras de los partidos hagan del desastre virtud y todo siga igual hasta la próxima. En este caso, ganará el futuro el partido que tenga la suerte de que le salga un líder ambicioso y con talento capaz de desafiar la caída libre de la política catalana con un proyecto y un cambio de lenguaje. Pero esto es como jugar a la lotería. No hay ningún indicio de que vaya a tocar. Lo razonable sería que los propios partidos salieran de su letargo y provocaran un debate sobre algunas medidas básicas para recuperar la política. Empezando por una: la ley electoral eternamente pendiente. Pero hay pocas razones para ser optimistas, porque desgraciadamente es impensable que se elabore un sistema electoral sin criterios ventajistas.

En cualquier caso, por muchas medidas que se tomen, de nada servirán si los partidos políticos no recuperan el gusto por la política, las ideas, los proyectos; es decir, si no se curan de lo que Saint-Beuve llamaba "el mal de la palabra perdida".

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