Malaya
Sigo la operación Malaya y otras del mismo fuste con cierto desapego, porque no me divierte el aspecto jocoso del asunto y el aspecto serio no lo entiendo. Expresiones sintéticas y supuestamente ingeniosas, como la burbuja inmobiliaria y el no sé qué del ladrillo, aparentan cazar la idea al vuelo, pero detrás no hay nada: conversaciones de ascensor. Como el tráfico de drogas, con el que guarda muchas semejanzas, el laberinto inmobiliario se niega a revelarnos el mecanismo y el núcleo de su razón de ser.
Por un lado, faltan viviendas nuevas, y por otro se trata de frenar la fiebre constructora. Es cierto que las urbanizaciones que contravienen la ley no son las que reclaman los jóvenes, pero no es menos cierto que si se construyen y generan ingresos astronómicos es porque existe una demanda real. Como primera o segunda residencia o como inversión, alguien está comprando estos bodrios pretenciosos, y lo seguirá haciendo mientras la acumulación de capital no encuentre un cauce mejor para seguir fluyendo. Y si los compradores son extranjeros, habrá que ver si la balanza de pagos resistiría una mutilación como la que exigen la ley, la ecología y el buen gusto. Con su otro pariente, el turismo de borrachera, sucede algo así: si quienes lo practican estuvieran serenos no se dejarían arrastrar a los centros penitenciarios que se ocultan bajo el rótulo de Apartamentos Soy y Mar o cosa parecida. Pongo este ejemplo para señalar el precario equilibrio de un sistema económico en el que todos estamos implicados. La Revolución Francesa envió a la guillotina a sus enemigos y a varios de sus adalides, Danton, Robespierre o Saint-Just. ¿Con qué fin? No está claro, pero de algún modo formaba parte de la operación. Espero que la que hoy nos ocupa no incluya decapitaciones. Sólo digo que una vez despojada de su faceta gráfica, fea y reiterativa pero grata a quienes disfrutan viendo en chirona a ricachos con cara de culo y jirafas disecadas en el living, lo que queda es un sumario enorme de extrema aridez. Alarma social, poca, y consecuencias, menos: en toda mi vida recuerdo el derribo de tres o cuatro edificios, y siempre a medio construir. Lo que ya está en pie, vendido y en explotación, ahí seguirá por los siglos de los siglos.
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