La educación cordial
Hace unos treinta años este país inició una transición política hacia la democracia, alentada por una transición ética que ya se había venido produciendo en el seno de la sociedad civil. Transiciones una y otra envidiadas por algunos países que hubieran querido tener una experiencia semejante, admiradas por otros que no necesitaron la primera.
Una parte de la población estaba preocupada entonces por descubrir un capital ético conjunto, al que cabría llamar ética cívica, ética de los ciudadanos de una sociedad pluralista. Porque las sociedades son pluralistas, no laicas. El que tiene que ser laico -no confesional ni laicista- para arropar a una sociedad pluralista es el Estado. Las sociedades son monistas o pluralistas, y la nuestra venía demostrando que era lo segundo desde tiempo atrás.
Creímos contar con ese capital de valores éticos, o al menos ése fue el balance hace treinta años, y era el que importaba transmitir en la educación, pero no sólo eso. Era vital incorporarlo en las instituciones políticas, plasmarlo en las empresas y en el conjunto de la vida económica, encarnarlo en la sanidad, las universidades, los medios de comunicación, la opinión pública, y en todos esos ámbitos que componen una sociedad moderna.
Distintos proyectos educativos fueron diseñando los trazos de esa educación ética, que algunos tacharon de excesivamente racionalista, de excesivamente centrada en el conocimiento; otros, de sobradamente sentimental, porque tampoco la ética es negocio sólo del sentimiento. Unir ambas cosas se hacía necesario, pero también sacar a la luz otras que quedaban en la penumbra y, sin embargo, forman parte de lo más profundo de las personas. Aquella ética cívica tenía que desvelar su dimensión cordial. Porque no hay ética pública ni privada sin corazón. Tal vez porque nos falta estamos tan cansados de discordia en la vida pública, de inmisericordia en la privada.
En la vida pública, cuando los partidos políticos se descalifican mutuamente hasta la náusea; cuando se partidizan las opiniones de los ciudadanos difundiendo argumentarios ya hechos, siendo así que lo propio de los ciudadanos es pensar por sí mismos; cuando el terrorismo de Al Qaeda o de ETA quita vidas y libertad; cuando las gentes de a pie no se atreven a decir lo que piensan por miedo a ser tachadas de una cosa u otra.
En la vida privada, en esas noticias de violencia doméstica que exigen a menudo medidas legales, y hay que tomarlas. Pero también en esos tristes sucesos que las cadenas de televisión explotan hasta el hastío y que, como bien decía una "carta al director" en este mismo diario, más son expresión de desamparo social que de violencia doméstica. "Quien ha cuidado durante décadas a un cónyuge enfermo tan anciano como él", decía en su carta María Victoria Antón, de Madrid, el 20 de febrero, "no puede definirse como violento. ¿No deberíamos llamarlo desamparo social?". Proponía la carta implementar la Ley de Acompañamiento, y llevaba toda la razón. Sucesos así piden proximidad, cercanía, nunca expectación morbosa.
Falta corazón, podría ser el diagnóstico. Tendríamos que educar para la concordia.
Pero también es verdad que estas expresiones dan pánico. Por ellas se entiende inmediatamente toda una sarta de consejos ñoños, sermones edulcorados, pláticas empalagosas, mojigatería y moralina.
Por si faltara poco, la fama del corazón anda muy deteriorada gracias a las revistas que informan sobre las vidas de los famosos, a las tertulias que sacan a la luz los trapos sucios de presentes y ausentes para diversión del público. Parece que su color es ya el rosa y su discurso preferido o bien el insulto o bien la ñoñería. Y, sin embargo, nada más lejos de la realidad: el corazón tiene entresijos que la prensa rosa desconoce. La buena moral no es moralina, sino "moralita", como decía Ortega y Gasset.
"Corazón de León", era el nombre de aquel rey Ricardo, cuya vida no interesa ahora, sino cómo quisieron recordarle las gentes para expresar coraje, temple, arrojo. Cordelia era la hija del rey Lear, la que acompañó a su padre en el esplendor y en la desgracia, precisamente porque tenía la capacidad de compadecer el gozo y también la amargura.
El corazón (cor-cordis) es el centro, la clave de algo: también de las personas. En ellas, es el lugar del afecto, pero también de la inteligencia, el espíritu, el talento, incluso el estómago. Porque hay que tener estómago -y mucho- para bregar por la justicia y para hacerse el ánimo de aspirar a la felicidad, que son las dos grandes metas de la ética. Importa educar ciudadanos en todas estas dimensiones del corazón, sobre todo en la justicia, porque, en caso contrario, habremos perdido la partida.
Una educación en la ciudadanía cordial atendería a la inteligencia para descubrir cuál es nuestro interés más fuerte, y sucede que nos interesa actuar bien si no queremos perder vida y propiedad; al cultivo de los sentimientos con los que descubrimos mundos inéditos, como el sufrimiento, el gozo y la indignación ante la injusticia; al reino de los valores con los que podemos acondicionar el mundo y hacerlo habitable; a la autonomía por la que somos protagonistas de nuestras vidas, autores de nuestra propia novela. Pero también a la compasión, al ser con otros que nos constituye como personas, y es un descubrimiento de la razón cordial.
"Conocemos la verdad no sólo por la razón, sino también por el corazón" es el célebre "Pensamiento" de Pascal. Conocemos la verdad, pero sobre todo la justicia.
Educar para el siglo XXI sería formar ciudadanos con buenos conocimientos y con prudencia para calibrar qué les interesa. Pero también con un profundo sentido de la compasión. Por eso la virtud soberana del siglo XXI será la cordura, que es un injerto de la prudencia en el corazón de la justicia.
Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia, directora de la Fundación ÉTNOR y autora de Ética de la razón cordial (Oviedo, Nobel).
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