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Mi Europa

Javier Solana

Nuestra tierra común está llena de contradicciones. Los europeos hemos escalado las cimas más sublimes del conocimiento y de la sensibilidad: Cervantes, Beethoven, la Ilustración, los derechos humanos, la pasión por la igualdad o el Estado del Bienestar. Pero hemos descendido también a los abismos más profundos del dolor que un ser humano pueda causar a otro. En muchos momentos no ha resultado ser descabellada la frase del escritor Amos Oz: "Europa, ese continente maravilloso y asesino".

Y es también muy ilustrativo del ser europeo que fueran los horrores de las Guerras Mundiales los que inspiraran una idea nueva y radical para la unificación del continente. Intentos había habido desde largo tiempo, pero el proyecto alumbrado tras la tragedia es decididamente nuevo y genial: la unidad en libertad; la paz a través de la apertura y la integración. La semilla dio un hermoso fruto. Ha creado una comunidad de Derecho, lo que considero nuestro mayor logro. Hace ya más de medio siglo que la paz y la estabilidad son realidades cotidianas de nuestro continente. Y no son fruto del equilibrio de poderes como antaño, sino consecuencia de normas e instituciones sólidas que se mantienen más allá de los avatares de la lucha política.

Pero eso es sólo una parte de lo que hace a la Unión Europea tan especial. La otra es los valores sobre los que se funda. La esencia de la Unión es el compromiso con un conjunto de valores compartidos. Democracia, tolerancia, derechos humanos, solidaridad y justicia social. Son esos valores los que sustentan nuestras leyes y nuestras instituciones y las hacen sólidas. Son los que nos convierten en una Unión política, más allá del vínculo económico. Es un logro, de proporciones históricas, basar un proceso de integración en un conjunto de valores. Por eso tuvo y tiene pleno sentido condicionar la entrada en la Unión a la aplicación real de esos valores y al compromiso de defenderlos. El genio de los padres fundadores fue dejar abierta, sin respuesta, la pregunta sobre el destino final de este proyecto. Políticamente esa actitud era la única posible ya que no podía haber acuerdo sobre ese estadio final. Ni tenía sentido tratar de adivinar el futuro.

Esta reflexión me lleva de los valores de Europa a Europa como valor; de su esencia a su propósito. No es difícil enunciar este propósito: si compartimos nuestros recursos y trabajamos juntos podremos moldear nuestro futuro de manera más brillante y prometedora de lo que ninguno de nosotros podría hacerlo actuando solo. Esto es aún más importante en un mundo en el que se han desencadenado fuerzas y movimientos que ningún gobierno puede controlar o detener. En el que seguimos conviviendo con la violencia, la opresión y la pobreza extrema. Un mundo en el que muchos no comparten nuestro compromiso con el multilateralismo y el Imperio de la Ley.

Estoy convencido de que debemos continuar por la senda de la construcción europea. En el pasado nos hemos apoyado en un tríptico muy particular: ampliar, profundizar, reformar. Cada uno de estos elementos ha dependido del otro para tener éxito; incluso para tener sentido. Con la ampliación hemos reunificado Europa sin imponer nada a nadie, simplemente por la enorme atracción que ha ejercido la Unión sobre el resto de los Estados europeos. Es un éxito histórico.

Pero la Unión es un proceso, una labor continua. Y precisamente por ello, albergo la convicción de que necesitamos cambios. En diversos campos: en qué cosas hacemos y en cómo las hacemos; en cómo nos comunicamos con los ciudadanos, en cómo gastamos su dinero, en cómo nos relacionamos con el mundo.

Pero por encima de todo, necesitamos salvaguardar la capacidad de Europa para actuar. El mundo está cambiando muy rápidamente. Nuevos actores se incorporan a los centros de poder y decisión; cambian también los grandes flujos económicos; las tendencias del pensamiento se alejan en muchos casos de nuestro modelo humanista; la innovación científica y tecnológica se extiende a regiones del mundo donde hubiera sido impensable encontrar ese tipo de conocimiento hace sólo unas décadas. Ante esos cambios profundos, ante esos retos de alcance impredecible, lamento tener que constatar que nuestra Unión está reaccionado con una paralizante estrechez de miras. Cuando más alerta debemos estar, cuando más demanda de Europa hay en el mundo, la Unión se ha replegado sobre sí misma en una estéril crisis institucional. No podemos continuar así. Debemos resolver esto cuanto antes, en este año 2007. Deseo por ello apoyar sin la menor reserva los esfuerzos de la canciller doctora Merkel para poner fin al paréntesis en el que nos encontramos y volver a situar a Europa sobre bases sólidas para afrontar el futuro.

Y debemos abordarlo con decisión porque Europa significa no sólo grandes ideas, sino también realizaciones concretas. Ha habido muchas, y de gran importancia: el mercado único, el euro, la ampliación, el desarrollo de capacidades para llevar a cabo operaciones militares y civiles de gestión de crisis. Pero nuestros ciudadanos quieren algo más que un mercado y un proyecto de estabilización regional. También quieren que la Unión sea un actor global. Y quieren que, al actuar globalmente, sea un factor de paz.

La política internacional sólo se puede hacer hoy en día desde plataformas continentales. Europa tiene intereses que preservar, amenazas a las que hacer frente, problemas que le afectan y debe resolver. Para cumplir estos objetivos tenemos que desarrollar una auténtica política exterior y una política de defensa y seguridad. En los últimos años hemos avanzado mucho por este camino, pero lo hemos hecho gracias a la convicción y al trabajo duro, a la buena voluntad de muchos, llegado el caso, improvisando soluciones según aparecían los problemas. Y estamos muy cerca del

límite de lo que se puede conseguir por ese camino. Nadie mejor que nosotros los europeos sabe que si se quiere que las políticas duren deben sustentarse en instituciones. Sólo podremos desarrollar una auténtica política exterior si nos dotamos de las estructuras necesarias.

Hay una relación muy especial entre política exterior y construcción europea. Como ya he señalado, es evidente el interés en actuar juntos en un mundo en el que Europa sólo puede influir si actúa colectivamente. Pero ésa es sólo una parte de cómo la política exterior contribuye al proyecto europeo. La otra aparece cuando se reflexiona sobre el vínculo, sutil y fructífero, entre identidad y política exterior. Estoy profundamente convencido de la causalidad inmediata entre cómo nos definimos y cómo actuamos en el exterior. Lo que hacemos en el mundo es fiel reflejo de lo que somos. Hay una forma europea de hacer las cosas en el mundo, de abordar los problemas internacionales: dialogar, cooperar, tender puentes, y también proteger al vulnerable, hablar en nombre de aquel al que obligan a callar.

Pero la relación entre identidad y política exterior se manifiesta en los dos sentidos. Actuamos reflejando lo que somos, pero también ese "somos", ese proyecto europeo, se va moldeando según actuamos juntos. Nuestras experiencias conforman lo que queremos ser. Tenemos que actuar en un mundo cada día más complejo, y en algunos aspectos, más peligroso. Un mundo en el que asistimos a un renacimiento de políticas excluyentes, que se definen muchas veces por simple oposición al otro. Pero, y quiero subrayarlo, ninguna de esas políticas se define frente a Europa: somos vistos como parte activa pero no como factor de amenaza. Y es así por el legado de la idea inicial sobre la que nos fundamos: leyes e instituciones sólidas; búsqueda sin descanso del consenso, espíritu de compromiso. Ello nos permite jugar un papel único en la solución de muchos problemas.

Tomemos la cuestión de las armas nucleares y del desarme. El sistema instaurado para evitar la proliferación de este tipo de armas está hoy sometido a serias tensiones. Este sistema se basa en un delicado equilibrio entre tres pilares que deben progresar en paralelo: la no-proliferación, el desarme y la transferencia de tecnología. El problema es que, en estos momentos, un número importante de países, en particular entre los no alineados, consideran que hay un desequilibrio creciente entre esos tres pilares. Por esta razón, existe un riesgo cierto de que terminen abandonando este marco multilateral, como respuesta a una situación que perciben como injusta y perjudicial para su desarrollo energético. O la situación de muchos países africanos, con razón más preocupados por la proliferación de las armas ligeras que causan la muerte de miles de personas cada año y son un factor de inestabilidad permanente.

Pues bien, puedo asegurarles que la Unión Europea es, seguramente, el actor mejor situado, con el necesario capital político y acreedor de confianza entre todas las partes implicadas, para iniciar un proceso de diálogo que pueda resolver esta grave situación.

La construcción europea arranca con la voluntad de sellar la paz entre Alemania y Francia. Cuarenta años después ha sido la clave en la reunificación pacífica del continente. En Europa hemos sido capaces de abandonar el viejo y estéril concepto de basar nuestra seguridad en la debilidad del otro. Ahora sabemos que seremos fuertes y prósperos si nuestros vecinos lo son. Y debemos dar el siguiente paso: ser factor de paz en la Comunidad Internacional. La juventud europea es generosa. Participa masivamente en multitud de acciones destinadas a paliar la situación de los que más sufren. He recorrido tres continentes visitando las misiones de la Unión en las que policías, soldados, jueces, jóvenes europeos de todo origen luchan por la paz. Lo que empezó como un proyecto de paz europeo debe en el siglo XXI ser un factor de paz en el mundo. Nuestros jóvenes estarán sin dudar tras un proyecto de esta naturaleza. Porque son los principales portadores de un sueño, el sueño de un mundo así. Nuestros ciudadanos lo demandan. Es lo que se espera de nosotros fuera de Europa. Tenemos los medios: somos 500 millones, generamos un cuarto del producto bruto mundial, la primera potencia comercial, representamos la mitad de la ayuda al desarrollo. Con estos materiales se debe construir mucho y muy alto.

Europa, un actor global. Hablando con una sola voz. Factor decisivo en la paz y la estabilidad mundiales. Elemento insoslayable en la solución de cualquier conflicto o crisis internacional. Punto de referencia para un mundo basado en normas e instituciones sólidas y respetadas. Ésa es mi Europa. Y creo de todo corazón, que ese puede y debe ser el próximo logro del gran proyecto europeo. Tenemos la capacidad. Pongamos la voluntad política. Y hagámoslo realidad.

Javier Solana es Alto Representante de la Unión Europea para la Política Exterior y de Seguridad Común. Este texto es la parte central del discurso que pronunció ayer en Aquisgrán con motivo de la recepción del Premio Carlomagno.

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