Bajo la sombra de Hamlet
Las luces se apagaron y en el escenario, en una pantalla gigante, apareció una copa de vino donde se iban vertiendo unos polvos oscuros, con el sello de la muerte, hasta teñirlo de marrón. Vestido de blanco, un actor, con una copa en la mano, empezó a recitar el fragmento final de Hamlet en el que, consciente de que va a morir, cede el trono al príncipe noruego Fortinbras y pide a su amigo Horacio que explique al mundo el asesinato de su padre, el Rey. Y de la traición de una Dinamarca ficticia del siglo XVI se pasó al Chile real del XX. La pantalla empezó a escupir los diálogos entrecortados, subtitulados, de los militares golpistas que se jactaban del final que le aguardaba a Salvador Allende -"¿Y si lo tiramos de un avión?"-, que resistía en la Casa de la Moneda. Salvada la grabación por un periodista de Radio Magallanes, se oyó entonces el sobrecogedor y último mensaje de Allende a su pueblo cuando ya había decidido quitarse la vida. "Trabajadores de mi patria, tengo fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo en el que la traición pretende imponerse", decía sin temblarle la voz. "Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor. ¡Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores! Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano, tengo la certeza de que, por lo menos, será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición".
La sala La Parrilla del hotel Ritz, donde se congregaron un centenar de comensales citados por el lobby Uno de los Nuestros, un colectivo que agrupa a personas del mundo de la cultura y el deporte, rompió en aplausos. Allí estaba el presidente de la Generalitat, José Montilla, y a su derecha el emocionado Joan Garcés, el hombre que fue abogado de Allende y que permaneció con él, junto al resto de sus colaboradores, hasta poco antes de que se suicidara. Y a la izquierda de Montilla, el futbolista del Barça Lilian Thuram, impactado como el resto por la grabación oída. Garcés y Thuram compartían mesa y algo más. Fueron galardonados por el lobby con el II Premio Christa Lem, la musa de la intelectualidad de la Barcelona de los setenta, a quien el poeta Joan Brossa hizo alguna coreografía. El premio a Garcés era en memoria de la dignidad del legado de Allende aprovechando la desaparición de Pinochet, y a Thuram por su compromiso con la justicia social y por luchar desde su privilegiada posición en defensa de la igualdad. Los dos premios eran dos sobres de bronce del escultor Emili Armengol.
Vestido de negro de pies a cabeza, Thuram acudió a la cita y llegó al hotel solo en un taxi. Tras el empate ante el Betis, apenas había pegado ojo y no iba a dormir esa noche mucho más: tenía que volar a primera hora a París. Primero pareció algo abrumado ante la dimensión del acto y estuvo charlando con los periodistas que cubren el Barça. Algo le inquietaba sobremanera: no poder seguir las conversaciones al no dominar bien el castellano. Pero Thuram tiene más tablas de las que quiere aparentar: es una voz autorizada en su país, con un discurso sólido en el que denuncia que en Francia se crece bajo el lema de libertad, fraternidad e igualdad cuando en realidad, dice, este último valor está en quiebra. No sólo eso: es muy crítico con la figura histórica, intocable para el imaginario francés, de Napoleón -"él llevo la esclavitud a Guadalupe, mi lugar de origen"- y con los filósofos como Alain Finkielkraut, Max Gallo y André Glucksman, alineados con la derecha. Sin dar apoyo explícito a Ségolène Royal, Thuram denunció antes de la campaña electoral francesa la visión racial de la vida de Nicolas Sarkozy, el nuevo presidente, con quien tuvo un enfrentamiento cuando era ministro del Interior por los incidentes de la banlieue en 2005. Con ese bagaje y tras saludar, entre otros invitados, a Javier Gurruchaga, Joan Estrada, alma máter del grupo, le presentó a Montilla quien, al empezar el acto, agradeció a Thuram su actitud combativa -"les cuesta a los famosos comprometerse"- y, sin citarlo, criticó a Artur Mas por decir que Cataluña era un nido de yihadistas.
Empezó la cena y Thuram charló animadamente, medio en castellano, medio en italiano, con la actriz Rosa Andreu, poco futbolera, que le acompañó en la mesa al llegar con retraso el alcalde y candidato socialista Jordi Hereu, que se mantuvo después en un discreto segundo plano. Tras los cafés y Hamlet, Garcés, recibió el premio y evocó el final de Allende en "aquella sala de ventanales grandes". Quiso hacer algo de historia y lamentó que la muerte de los Kennedy hubiera marcado el destino de Allende. Contó que así como el presidente Roosevelt permitió en los años cuarenta que la democracia se consolidara en Chile, Nixon y, sobre todo, Kissinger, propiciaron su final. Garcés no ha vuelto a poner los pies en Chile. Fue él quien alertó al juez Garzón de que Pinochet estaba en Londres.
Llegó el turno de Thuram. Tras una sucesión de fotos, se levantó y pronunció estas palabras: "Tras lo visto, aún estoy más seguro de que éste es el camino. Suelo hablarles a mis hijos de la importancia de sentirse ser humano: eso quiere decir que eres capaz de ponerte en lugar del otro. Soy de Guadalupe, que padeció la esclavitud. Somos unos privilegiados por vivir en esta parte del mundo, pero esto cambiará. Ganaremos...". La actriz Mónica Randal le interrumpió preguntando: "¿La Liga?". Y él, impasible, replicó: "No. La Liga no. Vivimos en un mundo que ha globalizado la materia y nuestra lucha es que se globalice la igualdad. Este es el camino".
La noche se acabó con música. Los guitarristas Eulogio Dávalos y Miguel Ángel Cherubito, amigos de Allende, interpretaron una pieza en memoria de Víctor Jara y un concierto de Vivaldi que Allende quería que llegara a los confines de Chile. Pasada la 1.00 y con una generosidad colosal, Thuram cumplió su promesa y atendió a los periodistas que le aguardaban para analizar la crisis azulgrana. Seguro que no acabó ahí de hablar. El taxista que le llevó a casa se frotó las manos. Es socio del Barça.
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