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Reportaje:

Un puñetazo en el estómago

Boulez y Chéreau dirigen en Viena 'Desde la casa de los muertos'

Han montado la marimorena. El tercer encuentro entre Pierre Boulez y Patrice Chéreau se ha hecho esperar, desde aquella década de los setenta del siglo pasado donde unieron sus esfuerzos en dos ocasiones. La primera de ellas fue en Bayreuth, con motivo del centenario del estreno de El anillo del nibelungo, de Wagner. En 1976 la ocasional pareja de creadores franceses rompió moldes en la verde colina, con un planteamiento musical y escénico que todavía levanta hoy sustanciosas discusiones, aunque haya entrado en la categoría de un clásico de referencia.

En 1979, Boulez y Chéreau volvieron a colaborar en el estreno de Lulu, de Alban Berg, en tres actos, en la Ópera de París. Desde entonces han hecho sus carreras operísticas en solitario, con no demasiados títulos, desde luego, pero siempre bien elegidos para sus afinidades. Boulez, por ejemplo, ha probado suerte con Pelléas y Mélisande, Moisés y Aarón, Parsifal o un tríptico con El retablo de Maese Pedro, El zorro y Pierrot lunaire. Chéreau, entre película y película, se ha inclinado por Wozzeck, Don Giovanni, Così fan tutte y ahora está preparando Tristán e Isolda para la próxima inauguración de la temporada de La Scala en diciembre.

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La expectación que ha generado este nuevo trabajo en común se comprueba por el número de coproductores con el que cuenta. Después del estreno en Viena, dentro de las Wiener Festwochen, el espectáculo viajará a los Festivales de Holanda y Aix-en-Provence, y posteriormente, se podrá ver en La Scala de Milán y el Metropolitan de Nueva York, aunque en estos dos últimos teatros, con el finlandés Esa-Pekka Salonen dirigiendo musicalmente.

La representación de Desde la casa de los muertos, de Leos Janácek, anteayer en el Theater an der Wien ha sido desgarradora. No podía ser menos en una ópera ambientada en un campo de concentración en Siberia, cuyas situaciones están inspiradas en las memorias de Dostoievski, al vivir en carne propia esta aterradora experiencia durante varios años. Boulez y Chéreau han trazado un escalofriante retrato de la condición humana desde la fidelidad a la obra de partida y la humildad como condiciones supremas del Arte. Que lo extremadamente complicado parezca tan sencillo está solamente al alcance de los sabios. Además, ese viejo postulado de la ópera, siempre enunciado y raras veces cumplido, de la confluencia de canto, música y teatro, se vio al fin realizado prácticamente a la perfección. No es extraño, pues, que el público acabase enmudecido la representación y tardase un minuto en romper el silencio, para dar paso a un cuarto de hora de aclamaciones puesto en pie. La tensión se mascaba en el ambiente. La reacción fue simplemente un reflejo de esa tensión.

Boulez no dio un segundo de respiro. Tiene 82 años, un gesto sin estridencias y un concepto de la dirección aparentemente tranquilo. La energía con la que hizo tocar a la extraordinaria Mahler Chamber Orchestra -con tres españoles: Julia Gallego, Francisco Varoch y David Lacruz, qué lujazo- fue hechizante. En la continuidad y en el pequeño detalle, descriptivo o ambiental. El escalofrío era permanente. El drama salía del foso. Y se continuaba vocalmente en escena con un reparto sin fisuras en el que sobresalían, en función de sus personajes, Stefan Margita, John Mark Ainsley, Olaf Bär, Peter Hoare, Gerd Grochowski o Eric Stoklossa y, en su totalidad, el inspirado y profesional coro Arnold Schoenberg.

En una atmósfera opresiva, con la escenografía de Richard Peduzzi, y con un sentido coreográfico de la desolación aportado por Thierry Thieû Nang, Chéreau apostó por el teatro de toda la vida, el de las tragedias griegas o los conflictos shakesperianos, el teatro de actor. Su dirección de los cantantes y el movimiento escénico fueron magistrales. La ópera transmitió emoción en todo momento. Y, por encima de optimismos o pesimismos, salió a flote la vida. La sobriedad lúcida que impregnó toda la representación sólo se permitió un momento espectacular en función de la alegoría: la caída a escenario completo desde arriba de un aluvión de escombros al final del primer acto, que serían recogidos por los prisioneros al comienzo del segundo. La estética de la destrucción siempre dejaba allá al fondo un latido, una oportunidad, para la esperanza.

Un momento de la representación de <i>Desde la casa de los muertos,</i> de Leos Janácek, en el Theater an der Wien.
Un momento de la representación de Desde la casa de los muertos, de Leos Janácek, en el Theater an der Wien.WIENER RESTWOCHEN

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