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Columna
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Temperatura e ideología

También ha llegado a Euskadi el cambio climático, y con él la exigencia de una masiva morigeración en los usos y costumbres, habida cuenta del diabólico calentamiento global y de nuestra directa responsabilidad en el asunto. Parece un fenómeno nuevo (¿qué querrían vendernos los medios que no lo fuera?), pero realmente no es así: las elucubraciones sobre el clima forman parte de la lucha en el campo de las ideas y han sido utilizadas, en ocasiones, para ocultar la realidad.

Luis Racionero se quejaba de que, dentro de nuestro imaginario, en la Edad Antigua siempre luce el sol mientras que en la Edad Media hace un frío de mil demonios. La imagen típica del periodo grecorromano sería la de un ciudadano en faldita, calzado con sandalias, rodeado de viñas o trigales. La imagen medieval, al contrario, sería la de unos campesinos desdentados, analfabetos, cubiertos por unos toscos tejidos y tiritando bajo el azote de un viento invernal. Al rememorar el Medioevo siempre estamos en invierno; hay bosques de coníferas y ciénagas. En la evocación del tiempo de los romanos, en cambio, luce el sol, las gentes practican disciplinas olímpicas, leen odas anacreónticas y, para entendernos, andan en manga corta.

Lo paradójico es que, y en uso de la misma simplificación, la tendencia real fue la contraria. La Edad Media, presentada como un periodo tétrico y helador, no sólo alumbró la institución universitaria, ideó la letra de cambio o liquidó la esclavitud, sino que posiblemente disfrutó de un clima más benigno que épocas anteriores. Sólo eso explica, por ejemplo, la colonización vikinga de Groenlandia, que se prolongó durante siglos hasta que una nueva ola de frío, en los albores de la Edad Moderna, terminó con sus asentamientos.

La tendenciosidad de los decorados climáticos y paisajísticos es una constante en la propaganda política y proyecta sobre el pasado falsedades notorias. La imagen del siglo XIX son niños enviados a las minas de carbón, de las que extraen mineral por un jornal miserable, mientras que la imagen del siglo XVIII está salpicada de jardines versallescos, donde corren lujuriosamente jóvenes empelucados, al tiempo que suena una melodía interpretada por un cuarteto de cuerda. Así, a despecho de los avances técnicos y científicos del siglo XIX, lo decimonónico parece que nos lleva casi a la prehistoria, mientras que lo dieciochesco, aun sin calefacción ni luz eléctrica, nos remite a un universo acogedor y sofisticado, cuando no a la modernidad decorativa o al hedonismo carnal.

También ahora hay gente obstinada en proyectar una imagen desleal de nuestro tiempo. Están empeñados en que los primeros años del siglo XXI pasen a la historia como un período atroz en que las personas se asaban como pollos en parrillas de cemento urbano, mientras el cielo se ennegrecía bajo el betún de nubes tóxicas. De nada valen los datos incontestables que hablan de progreso económico, revolución en las telecomunicaciones, consolidación de los regímenes democráticos, aumento de los índices de escolarización y de atención sanitaria. De nada vale que enormes porciones del mundo estén saliendo de la pobreza o que haya un acceso casi inmediato a toda clase de fuentes de conocimiento e información. De nada vale todo eso: para los enemigos de la libertad vivimos en el infierno. Quizás porque, para ellos, la libertad es en sí misma algo infernal.

Es absurdo elucubrar con que cualquier tiempo pasado fue mejor. Realmente, ningún tiempo pasado fue mejor. Donde no había hambrunas había epidemias; donde no había hogueras inquisitoriales había sacrificios humanos; donde no había fascistas había comunistas. Y más allá unos amables caníbales. Nuestro tiempo, como cualquier otro, arrastra sus propias equivocaciones, entre ellas las ambientales, pero es injusto imaginar que estamos aniquilando la naturaleza: era la naturaleza la que nos aniquilaba, hasta que empezamos, mal que bien, a dominarla. Resulta respetable que ciertas personas prefieran vivir sin coches, sin centrales de energía, sin créditos bancarios, sin supermercados... Pero no se entiende muy bien por qué, en vez de privarse ejemplarmente de esas cosas, se empeñan en privar de ellas a los demás.

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