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Columna
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Los árboles

Es posible que Emilio Alfaro tuviera razón cuando aseguraba el pasado domingo que las intenciones de ETA nada tenían que ver con que su brazo político pudiera participar o no en las elecciones. La opinión más común, o la más difundida, juzga las actuaciones del Gobierno como motivadas por la necesidad de evitar un atentado que lo pusiera en apuros, lo que dejaría en evidencia su naturaleza de rehén de la organización terrorista. Voluntaria o involuntariamente -y las versiones al respecto varían según la mejor o peor intención de quienes las formulan-, el Gobierno estaría claudicando ante ETA por razones de supervivencia. La única garantía para evitar atentados serían las concesiones a la banda, y a efectos de una lógica perversa -la de una ley de causalidad in ausentia-, la inactividad de aquella da testimonio de la existencia de unas concesiones que no requieren ninguna otra prueba. No sólo los hechos tienen una causa, sino que también la tiene su ausencia. Naturalmente, cuando hablamos de hechos intencionados, como en este caso, la presuposición de una intención decidida, aunque el hecho no se haya cometido aún, permite cualquier tipo de cábala y todos esos juicios sumarios a la actuación del Gobierno parten de una convicción, la de que ETA no tiene intención de dejar de matar. Si eso es así y le cuesta tanto hacerlo, alguna causa habrá de ello, y es ahí, en ese prejuicio, donde hallan fundamento todas las imputaciones contra ZP.

Ahora bien, si es tan evidente, y tiene todas las trazas de serlo, la intención de ETA de seguir matando, no veo qué concesiones puedan hacerle cambiar de criterio. Quiero decir que no veo qué concesiones que no se le hayan hecho ya, si es que se le ha hecho alguna, pueden hacerle cambiar de voluntad si antes no lo lograron. Por lo tanto, si partimos como de un dato objetivo de la decisión de ETA de seguir matando, carece de sentido atribuir al Gobierno una política de gestos -probadamente ineficaces a lo largo del proceso de paz- para tratar de evitarlo, ya que ninguno de ellos podría modificar la decisión tomada y ETA actuaría cuando lo considerara oportuno, fueran cuales fueran las iniciativas adoptadas por el Gobierno. Resulta difícil, por ello, explicar la política antiterrorista de éste ateniéndonos a esos cauces y habrá que tratar de hallarla en otros derroteros. En esta misma dirección apuntaría la polémica, y muy discutible, iniciativa gubernamental respecto a las listas electorales camufladas de Batasuna, iniciativa que cuesta explicarla desde una supuesta intención apaciguadora hacia la banda.

Ningún partido político vacila ya para exigirle a Batasuna que cumpla con el requisito que le permitirá incorporarse a la legalidad y a la vida democrática. Para ello deben condenar la violencia de ETA, condena que se considera fundamental para acabar con el problema. Se piensa que nunca lo harán si se les permite participar en las instituciones sin que la condena sea previa, lo que seguramente es cierto. Pero es igualmente cierto que su participación en las instituciones sin requisito previo ninguno tampoco puede servir para modificar la voluntad asesina de ETA, que es el supuesto que subyace en las acusaciones dirigidas contra el Gobierno y su actuación respecto a las listas electorales de Batasuna. Si la permisividad gubernamental tratara de satisfacer alguna condición requerida por la banda, esa no podría tener otra contraprestación que la de dejar de matar, y un tipo de acuerdo de esta naturaleza es escasamente creíble por su falta de garantías y por la gravedad de sus consecuencias. Salvo que esa fuera la única condición, circunstancia carente de cualquier fundamento razonable, ya que no puede ser condición de algo lo que sería consecuencia de facto de aquello que pretende condicionar: si ETA deja de matar, desaparece el obstáculo que le impide a Batasuna convertirse en un partido legal, de ahí que parezca estúpido plantear esto último como condición, y condición prioritaria, para decidir lo primero.

Resulta evidente el escaso fundamento de muchas de las motivaciones que se le atribuyen a la actual política antiterrorista del Gobierno, pero éste no puede seguir agazapado en el agujero en el que le sumió el mayor error con el que afrontó su diálogo con ETA-Batasuna: permitir que hubiera explicaciones, y explicaciones capciosas, ajenas a las suyas. Es ese gran error el que le está exigiendo ya explicarse ante los ciudadanos.

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