El alcalde gobierna a golpe de libro
En Urueña hay una librería por cada 21 personas; un ejemplo que demuestra que la cultura tiene un acento cada vez más municipal
Martes, siete de la tarde. Un hombre que ronda los 60 años camina por las silenciosas calles de un pueblo medieval y rotundamente amurallado de la castellanísima Tierra de Campos. Antes de convertirse en un pueblo-libro, Urueña (Valladolid) se enfrentaba a un futuro incierto, al fantasma de la despoblación que acecha a tantos rincones rurales de las dos castillas. "Era un pueblo moribundo", dice Manuel Pérez-Minayo, el paseante silencioso que ejerce como alcalde desde hace ocho años. "Hasta que dejó de serlo", apostilla. Urueña tiene 256 habitantes y nada menos que 12 librerías. Los libros le han devuelto el pulso.
- Más librerías que bares. Al inicio de su mandato, Pérez-Minayo -agricultor y propietario de una pequeña empresa de estadística- se fijó como prioridad recuperar la muralla del siglo XIV y la retícula medieval de las calles de Urueña. "Teníamos la intuición de que ése podía ser un reclamo turístico; al menos era un comienzo", dice. Inició entonces una larga peregrinación en busca de ayudas públicas. A la vez, al pueblo fueron llegando pequeños empresarios relacionados con la creación: una editorial, un taller de encuadernación, una fundación con un museo etnográfico. La cultura fue situándose en el eje de la gestión municipal "de forma natural, sin forzar nada", sostiene el alcalde.
El gran salto llegó con un proyecto que ha costado cuatro millones de euros -la parte del león corre a cargo de la Diputación de Valladolid- basado en tres pilares: libros, libros y libros. Urueña convocó hace unos meses un concurso público en busca de libreros. Fue un éxito. Las librerías no tardaron en llegar, atraídas por el aire medieval del municipio y por razones algo menos bucólicas: el alquiler se reduce a un euro por metro cuadrado al mes. Son precios políticos, dentro de un proyecto cultural de largo aliento que ha surgido al abrigo de los libros: cuatro museos, casas rurales y restaurantes, dos estudios de grabación y un circuito de conferencias y mesas redondas con la creación como único leit motiv.
Urueña es, muy probablemente, el único municipio de España que tiene más librerías que bares. Algo que parece gustar a las 2.000 personas que acuden los fines de semana. A Pérez-Minayo le cuesta aceptar que el ingrediente de ese éxito pueda llamarse política cultural. Ni siquiera política a secas. "En los pueblos pequeños los alcaldes no tienen ideología: tienen ideas y ganas de trabajar o no tienen nada", reflexiona este alcalde del PP. Los libreros no parecen descontentos. "Era un proyecto arriesgado, pero los números cantan", comenta la propietaria de un establecimiento. "¡Y todo eso con el libro en plena crisis!", bromea el alcalde.
- Grandes escaparates, grandes problemas. A pesar de su tamaño, Urueña sintetiza -para bien- algunas de las peculiaridades de la gestión municipal. "Las neurosis de los alcaldes pueden ser buenas", afirma Ferran Mascarell. "Pero el problema es que los alcaldes españoles apenas tienen obsesiones relacionadas con la cultura. La política municipal lleva 25 años girando alrededor del urbanismo", remacha Mascarell, experto en gestión cultural tras su paso por uno de los grandes referentes -Barcelona- y por la Consejería de Cultura del Gobierno catalán.
Los ayuntamientos concentran el 60% del gasto público en cultura. Aun así, los expertos destacan que el gran problema de la gestión municipal es, precisamente, la falta de gasto. Hay más críticas, claro. En el binomio política cultural, la política suele pesar más que la cultura. Las ideas escasean: algunas iniciativas se repiten aquí y allá. "El sarampión de los museos de arte contemporáneo es en demasiadas ocasiones fruto de la política ornamental: se busca el escaparate publicitario pero después se descuida el programa artístico, incluso en casos paradigmáticos, como el Guggenheim", resume Mascarell.
"Hay que quitarle carga política a la cultura", destaca. Sin embargo, Mascarell asegura que las injerencias políticas sobre los gestores "son sólo puntuales", y evita poner ejemplos. Los hay a montones. La directora y el comité asesor del Museo Patio Herreriano de Valladolid -un centro de arte contemporáneo- dimitieron hace un año tras la imposición de una exposición sobre Cristóbal Colón. Varias asociaciones culturales levantaron la voz entonces para denunciar "la intolerable injerencia política que obstruye y termina por deshacer el trabajo de los profesionales de los museos".
- Córdoba, capital participativa. Para evitar injerencias, la Administración local ha sido pionera en la creación de organismos autónomos para gestionar instituciones o eventos específicos, así como consejos asesores, al estilo de los councils of arts anglosajones. Ciudades tan diferentes como Gandia, San Sebastián o Barcelona han ensayado ya esta figura. Hay otras fórmulas para afianzar el principio de neutralidad política de la cultura. Córdoba ha sido pionera en la implicación de la ciudadanía en las decisiones de gasto, a través de los presupuestos participativos.
"Los cordobeses deciden qué hacer con una parte del dinero público. Y eso se ha notado inmediatamente con un mayor peso de la cultura", afirma la concejal Inés Fontiveros. Con 320.000 habitantes, la ciudad -gobernada por IU- aspira a la capitalidad cultural de 2016. La receta es sencilla: acoger un gran evento para que la ciudadanía y la Administración local remen en la misma dirección.
"La historia pesa, y Córdoba no puede dejar de mirar a la cultura tradicional. Pero la capitalidad ha permitido abrir la ciudad a nuevos hábitos culturales", dice Luis Rodríguez, concejal de Cultura. El resultado es cierto renacimiento cultural, que se deja notar en la poesía, con una gran hornada de jóvenes poetas. Y en apuestas más prosaicas: un centro de arte contemporáneo y un gran auditorio junto al Guadalquivir para recuperar esa zona, al estilo de la ría de Bilbao con el museo de Gehry.
- Vespella: aires artísticos. Las grandes ciudades acometen proyectos millonarios; los municipios más pequeños no tienen más remedio que limitarse a la provisión de infraestructuras culturales básicas (bibliotecas) y a la organización de eventos de alcance local. Pero hay grandes excepciones a esta regla. El 5 de agosto de 1993, un devastador incendio arrasó una pequeña localidad de Tarragona, Vespella de Gaià. En sólo tres horas quemó 1.000 hectáreas y se cobró seis vidas. Rafael Bartolozzi era el alcalde del pueblo. Un alcalde peculiar que inició una reconstrucción original: 15 años después del fuego, Vespella es un municipio tocado con un aire artístico inconfundible. A la entrada, un grupo de casas pintadas de vivos colores como antesala de una plaza en la que destacan una fuente surrealista y una gran pintada en el suelo: 2+2=5. Con 400 habitantes, en el pueblo hay también un museo de esculturas al aire libre y una fundación con sede en una casa solariega con vocación de convertirse en museo de arte contemporáneo, además de una cantera con un proyecto para construir, a medida que se va sacando piedra, un anfiteatro.
Bartolozzi había llegado a Vespella en la década de los 70. Entonces ya era un artista rompedor, conocido por sus coqueteos con la gauche divine barcelonesa y por pintar edificios como una gran fábrica a las afueras de Barcelona o la casa de Camilo José Cela en Mallorca. Se presentó a la alcaldía "absolutamente engañado por el anterior edil, como un divertimento más de aquellos años locos", recuerda. El fuego cambió de arriba abajo aquella percepción. "Nos planteamos llamar la atención con ideas novedosas para la reconstrucción, intuición artística y planteamientos atípicos. Y la colaboración de artistas como Joan Brossa", describe.
El pintor, independiente aunque cercano a CiU, perdió la alcaldía en 2003 a manos de Daniel Cid, del PSC. La gestión del nuevo edil pone el acento en los servicios públicos, las infraestructuras, el urbanismo; las preocupaciones clásicas de la gestión municipal, en suma. "No renegamos de la etiqueta cultural, pero tenemos otras prioridades", afirma Cid sin ambages.Bartolozzi se queja con amargura. "Se ha perdido el premio de poesía visual que colocó a Vespella en el mapa. La fundación languidece, no se ha incorporado ni una nueva escultura al museo y no hay nada del proyecto del anfiteatro", critica. Para los vecinos no hay un ganador claro. Tal vez Bartolozzi, a los puntos. "Los payeses no entendían lo de la poesía visual. ¿Qué significa un zapato dentro de una jaula con el título de Libertad? Pero es cierto que la cultura ha atraído a mucha gente, incluso para quedarse: en 1991 había aquí sólo 70 personas", concluye un vecino.
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