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Columna
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A mí que me registren

Sin respuesta a las cuestiones planteadas en la columna del martes pasado bajo el título ¿Será por dinero?, se impone volver sobre la pregunta formulada en TVE-1 el pasado 19 de abril por aquella ciudadana temblorosa, Violeta Aranguren, interesada en saber cuánto cobraba Mariano Rajoy. Vayamos adelante para tratar de la condición profesional del líder del PP y formular algunos reconocimientos previos. Porque el dicho coloquial "a mí que me registren", parece haberse convertido en uno de las contraseñas favoritas de los nuevos españoles, a partir de los años sesenta. Estamos hablando de cómo ha cundido una afición antes desconocida a los Registros de la Propiedad, material predilecto para tantas hogueras en las áreas geográficas donde se pretendía hacer la revolución mientras se perdía la guerra incivil. El caso es que hasta esa década, en la que despega el desarrollismo laureanista, la propiedad inscrita en los Registros en España se cifraba entre un 20% y un 25% y se refería por lo general a las fincas rústicas.

Apareció el lema "Spain is different", llegó el turismo, se desencadenó el boom hotelero y de aquella definición del español "bajito, con bigote y siempre cabreado porque cree que..." se pasó a la de "ciudadano que muere como propietario de una vivienda o habiendo comenzado a pagar las letras para su adquisición plena". A partir de entonces vivir alquilado se convirtió en ignominioso y el ladrillo produjo efectos hipnóticos deslumbrantes para atraer el ahorro y el endeudamiento de nuestros compatriotas, porque además las hipotecas, que eran algo muy raro y deshonroso, pasaron a ser un signo de prosperidad y buena gestión. Luego, a partir de los noventa el crecimiento del negocio inmobiliario ha sido exponencial y además hoy día se encuentra inscrita en los Registros el 90% de la propiedad útil de nuestro país. Sucede que una vez inmatriculada, es decir, inscrita por primera vez una propiedad en el Registro, resulta imposible salir de la rueda registral y todo comprador ulterior deberá inscribirla a su nombre. Así, los "clientes-fincas" que pasan por los registradores se han multiplicado de modo logarítmico y además quedan fidelizados porque sin acudir al Registro es imposible que vendan, hipotequen o segreguen. Y las propiedades cada año valen más y los registradores se ven obligados por ley a la aplicación del arancel sobre el valor más actualizado.

Estamos ante un negocio seguro, creciente y próspero, como me señala un buen amigo. Un negocio sin competidores, en monopolio territorial, garantizado por el Estado, con clientela multiplicada y qué le vamos a hacer si el arancel ha de aplicarse sobre valoraciones cada vez más altas. La clave de esta situación reside en el peculiar sistema retributivo de los registradores. Sorprendentes ciudadanos a los que el real decreto 1867/1998, por el que se modifican determinados artículos del Reglamento Hipotecario, asigna "el doble carácter de funcionarios públicos y de profesionales del derecho, unidos de manera indisoluble". Es decir, como el antiguo matrimonio canónico.

Cuando llegó José María Aznar, el presidente que congeló el salario a los funcionarios, en el artículo 274.2 de la Ley Hipotecaria y en el artículo 536 del Reglamento Hipotecario se decía sólo que "los Registradores de la Propiedad tienen el carácter de funcionarios públicos a todos los efectos legales y tendrán el tratamiento de señoría en los actos de oficio". Según cuentan fuentes de entonces en La Moncloa, hubo un durísimo enfrentamiento de Rodrigo Rato con Mariano Rajoy. El primero pretendía que el pago al Registro fuera una tasa devengada por el Estado, como sucede en los juzgados y en tantos otros sitios, pero al final ganó la partida el segundo y se aprobó el real decreto del 98 más arriba citado, donde se configura el engendro del funcionario-profesional. Registrador que vienes al mundo, te guarde Dios.

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