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Columna
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Los confines del alma

Manuel Cruz

A un hipotético observador despistado le podría sorprender, en primera instancia, el planteamiento mismo de la cuestión: ¿tiene sentido abordar el problema de las fronteras en un mundo caracterizado precisamente en términos de globalización? Dicho de otra manera: en tiempos de libre circulación de mercancías, capitales e información, ¿a qué tipo de restricción o límite hace referencia esa palabra?

Por supuesto que el mencionado observador, a poco que se animara a seguir reflexionando en torno a ello, constataría también la creciente importancia de fenómenos de signo al menos en apariencia inverso. Es el caso del surgimiento de instancias supraestatales que en buena medida han heredado las funciones delimitadoras de las fronteras de los viejos Estados-nación (por ejemplo, en lo referente al control sobre la circulación de las personas). Pero es, tal vez sobre todo en este momento, el caso de la generalización de un conjunto de tópicos que, sirviéndose por lo general de argumentaciones que toman como principio indiscutible el sagrado valor de las diferencias, terminan postulando con entusiasmo la importancia de que existan comunidades de contornos nítidos, identidades colectivas provenientes del pasado -en algún caso supuestamente remoto- cuya defensa debiera constituir un compromiso indiscutible de los poderes públicos.

Hay algo, desde luego, de paradójico, en esta situación. Pero, más allá de la constatación (por lo demás, sobradamente reiterada), acaso conviniera reparar en la naturaleza de alguno de estos fenómenos, no fuera a resultar que una mirada algo más atenta nos permitiera percibir dimensiones o aspectos de ellos sobre los que con demasiada frecuencia solemos pasar de largo. Piénsese, por ejemplo, en esos discursos de apariencia defensiva que proliferan tanto últimamente en los que, sin apenas transición, se pasa de constatar el carácter minoritario de algo (una lengua, una cultura, unas costumbres) a dar por descontado que dicho algo se encuentra en peligro de extinción (y, en consecuencia, no hay tarea más urgente que la de involucrar a toda la sociedad en su supervivencia).

Es curioso: nunca antes en el pasado se habló tanto de comunidades, nunca antes se destinaron tantas energías y recursos a reforzarlas y, sin embargo, nunca antes hubo una tan generalizada nostalgia de un imaginario pasado feliz en el que los idénticos podían vivir, plácidamente, a salvo de las amenazas exteriores de los otros. Quizá lo que esté sucediendo es que el desplazamiento desde la esfera de la política hacia el ámbito simbólico a que estamos asistiendo constituye un signo, un indicio, de una realidad que permanece en la sombra, apenas visible.

Las distintas eficacias desarrolladas antaño por las fronteras no han desaparecido, ni han dejado de ser necesarias: simplemente se administran, se gestionan, de otra manera y por diferentes agentes. Probablemente lo más propio fuera hoy hablar de la proliferación de fronteras interiores. Nuevas fronteras que se sirven de otras marcas para llevar a cabo análoga función: separar, agrupar, controlar y, en su caso, reprimir. Han caído las viejas fronteras, es cierto. En su lugar se han levantado otros muros. A la vista están, insolentes, los confines del alma.

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