Calle de la Poesía
Hay quien opina que la poesía está en todas partes y que el secreto de la vida consiste en localizarla. A veces, sin embargo, pueden producirse fenómenos que interpretamos como poesía y que, en realidad, no lo son. El Día de la Madre, por ejemplo, podría parecerlo, pero si uno se detiene a pensar qué tiene de poético, enseguida corrige su impresión inicial. El Barcelona Poesia de este año, en cambio, que se inauguró ayer, sí tiene mucho de poético. Con los años, este festival se ha convertido en una referencia cultural del paisaje y no hace falta ejercitar demasiado la memoria para relacionarlo con antiguos entusiasmos de Àlex Susanna, recitales que abarrotaban el Palau de la Música, poetas extranjeros invitados a sorprenderse de nuestra capacidad para fingir interesarnos por algo tan poco rentable como los versos y los humeantes cigarrillos de, pongamos, Marta Pesarrodona. Y allí está de nuevo, a la carga, con un programa anabolizado por recursos que nunca soñó y una multitud de citas de las que ya se ha ocupado detalladamente este periódico. ¿Se imaginan si a los cuentistas, los ensayistas o los autores mediáticos también les diera por organizar su festival? Pero que no cunda el pánico: la llegada masiva de estos poetas no es tan tumultuosa como cuando aterrizan los asistentes a Construmat. Ni los prostíbulos ni los restaurantes de lujo experimentan un importante aumento de su actividad, probablemente porque no hay nada menos lascivo y hambriento que un poeta al que, de modo transitorio, se le hace caso. La vida interior debidamente agasajada deja poco espacio para los excesos y no se colapsarán las saunas; como máximo, el parqué de ciertas librerías experimentará más desgaste que el habitual y algún local oscuro acogerá, a altas horas, desiguales duelos de rapsodas.
Una de las maneras de saber si Barcelona trata bien a los poetas es observar el callejero. Un viaje semejante transmite sensaciones a medio camino entre el desplazamiento en el tiempo y una inmersión en las páginas amarillas. Bautizar calles, plazas, pasajes y avenidas es una tarea en la que intervienen extraños equilibrios entre el interés y la posteridad y es dificil contentar a todo el mundo. Siguiendo el callejero poético, podría elaborarse un plan de vuelo para un cometa o para un avioncito de papel (podría ser virtual y animar una de esas lujosas webs financiadas con dinero público). El viaje seguiría una lógica ilógica -poética, por supuesto-, la misma que bautiza con un rigor relativo y que se presta a interpretaciones maliciosas. Podría empezar por la calle de Federico García Lorca, desconocida por la mayoría y situada, camino de Roquetes, en el polígono Canyelles. Luego, para vencer la tentación del atajo fácil (hacia, por ejemplo, la calle de Antonio Machado), el hipotético avión aterrizaría en la plaza de Ventura Gassol, en ese territorio fronterizo con Vallcarca que, a diferencia de los versos del homenajeado, no se presta a soflamas patrióticas. Desde allí, podrían programarse nuevas escalas: la calle de Homer, la calle de Aribau, la plaza de Víctor Jara o un serratiano dueto formado por la calle de Manuel de Cabanyes y el paseo de Salvat-Papasseit. O comparar las vistas de los jardines Espriu y las perspectivas de la calle de Espriu, una doble sesión que ningún otro poeta merece.
Curiosamente, los jardines de las ciudades tienen una tendencia natural a llevar nombres de poetas. La elección es obvia: se supone que una de las cosas más adecuadas que puede hacerse en un parque es leer un libro de poemas, y mucho más si es una mujer melancólica que lleva gabardina. Pero, aplicando el mismo criterio, los bancos del parque también son ideales para comer bocadillos de chopped y, que yo sepa, ninguno de nuestros gloriosos charcuteros ha merecido los honores de un parque a su nombre. Y hay parques con nombre de poeta que son francamente inhóspitos. Allí está, por ejemplo, el parque de Joan Vinyoli, situado en esa zona intermedia entre Tres Torres y Sarrià por la que el poeta tanto transitó. Claro que, para compensar, está la calle de Gabriel Ferrater, que si bien no es un parque en el sentido estricto del término, sí destila la proximidad de la naturaleza que ha logrado sobrevivir a los excesos inmobiliarios de Vallvidrera.
Contrastando con este formato de parque poético, tenemos la avenida de J. V. Foix, probablemente la calle menos peatonal de Sarrià, que homenajea a uno de esos paseantes compulsivos que despertaba en los conductores una perdurable mala conciencia. Y para rincones poéticos y peatonales, nada mejor que Gràcia. Allí uno se puede mover, en pocos metros, entre la plaza de John Lennon y la que recuerda la figura, poética en el mejor sentido, del gran Gato Pérez. Fue uno de los que mejor supo subrayar los valores poéticos de esta ciudad en dos canciones monumentales: La curva del Morrot y la Rumba de Barcelona.
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