El aliado saudí se emancipa
El rey Abdalá de Arabia impulsa una política exterior propia tras el fracaso de EE UU en Irak y el creciente protagonismo de Irán
En la conferencia sobre Irak, que hoy se inaugura en el balneario egipcio de Sharm el Sheij, todos los ojos están puestos en Estados Unidos e Irán. Sin embargo, hay un tercer actor, tan importante como ellos: Arabia Saudí. Su reciente despertar a la política exterior activa y visible tiene mucho que ver con la crisis que sufre Irak.
Acostumbrados a su diplomacia entre bambalinas y a golpe de talonario, los observadores llevan meses perplejos ante la inusitada actividad mediadora saudí. Primero, fue su esfuerzo por romper el bloqueo político libanés y evitar la caída del Gobierno de Fuad Siniora ante las presiones de Hezbolá (chií). Luego, el patrocinio de un acuerdo entre Al Fatah y Hamás para formar un Gobierno de unidad en Palestina. Más tarde, en marzo, una inusitadamente concurrida cumbre árabe para relanzar un antiguo plan de paz con Israel.
Irán ha ocupado los huecos que han dejado los errores de la Administración de Bush
Irak se ha convertido en el pretexto de Riad para no democratizarse
Poco importa que los resultados hayan sido modestos. La presencia saudí en la primera línea de la política internacional constituye en sí misma un mensaje. Algunos atribuyen este giro al nerviosismo que suscita el programa nuclear y las ambiciones regionales de Irán. Se trata de un factor importante, pero la realidad es más compleja.
La rivalidad política e ideológica entre el chií Irán y la suní Arabia Saudí se remonta a 1979, cuando se produjo la Revolución Islámica del ayatolá Jomeini. Hasta ahí el estereotipo. Sin embargo, las tensiones entre ambos países se redujeron notablemente a partir de 1991, cuando Teherán se mantuvo neutral en la guerra para desalojar de Kuwait al Ejército de Sadam Husein. El acercamiento durante la presidencia de Mohamed Jatamí fue tanto fruto de su política dialogante como de la voluntad del entonces príncipe heredero Abdalá, que buscaba afirmar su independencia de Washington y redefinir las relaciones en la región.
Cuando en 1995 tuvo que asumir las tareas de gobierno tras la embolia que sufrió su hermanastro Fahd (quien se mantuvo nominalmente al frente del reino hasta su muerte en 2005), los observadores alertaron de su supuesto antioccidentalismo.
Frente a estos pronósticos, Abdalá mantuvo un perfil discreto, evitó el enfrentamiento con Estados Unidos y trabajó tras el 11-S en reparar las relaciones bilaterales. Pero tras el fiasco de Irak, el monarca parece haber llegado a la conclusión de que su aliado ha perdido la capacidad de asegurarle sus intereses. A diferencia del pasado, cuando los objetivos comunes (precio del petróleo, lucha contra el comunismo, etcétera) les permitían obviar algunas diferencias, la intervención estadounidense en Irak ha exacerbado esos problemas.
El ascenso de Irán es, en buena medida, una consecuencia del fracaso de la pax americana. La República Islámica sólo ha ocupado los huecos que han dejado los errores de la Administración Bush en Afganistán, Líbano, los territorios palestinos y, sobre todo, Irak. Altos responsables saudíes llevan meses expresando su preocupación por lo que sucede en un país con el que comparten 814 kilómetros de frontera y lazos familiares con su población suní. Su conversión en un refugio de Al Qaeda (que cuestiona la legitimidad de la familia real saudí) y la violencia cotidiana provocan escalofríos en Riad.
A finales de 2006, Arabia filtró que en caso de una repentina retirada estadounidense de Irak, el reino armaría a los suníes para impedir su aniquilación a manos de las milicias chiíes. Aunque el Gobierno saudí se distanció de esa postura, se empezó a hablar de la formación de un frente suní (con Egipto y Jordania) ante el empuje del Irán chií. De nuevo, el estereotipo.
"Aunque Irán y Arabia Saudí compiten por la influencia en el mundo islámico, ambos han hecho esfuerzos en rebajar la retórica y evitar una escalada en las tensiones desatadas por la guerra de Irak, la crisis de Líbano, las diferencias sobre Palestina y Afganistán, y las crecientes divisiones sectarias en la región", defendía el americano-iraní Afshin Molavi en un artículo publicado en el periódico libanés The Daily Star. Esa actitud explica la gran acogida que el rey Abdalá dispensó a principios de marzo al presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad. Si bien su acuerdo para frenar la violencia sectaria en Irak no ha producido resultados concretos, al menos dejó claro que la situación no beneficia a ninguno de los dos.
"Los saudíes no aceptan la teoría estadounidense de que su enemigo es Irán más que Israel, por eso se han negado a aislar a Teherán como les pedía Washington", asegura el analista paquistaní Tariq Fatemi. Otros, como el egipcio Abdel Monem Said, director del Centro de Estudios Estratégicos Al Ahram, interpretan que "Arabia Saudí hace lo que muchos llevan tiempo pidiéndole a EE UU: tender una mano a los iraníes para reducir las tensiones".
Sea como fuere, el rey Abdalá está dando la sensación de querer tomar el destino en sus manos. Y desea embarcar en ello a otros dirigentes árabes, tal como quedó claro en la cumbre de la Liga Árabe en marzo, en la que, con inusitada franqueza, les planteó la responsabilidad compartida en los problemas que les afectan.
Fue en ese contexto, en el que tachó de "ilegítima" la ocupación estadounidense de Irak, para sorpresa de Washington. La crítica del aliado saudí revela otro fracaso. Si como defendieron algunos analistas en su día, la guerra de Irak fue diseñada en parte para librarse de la dependencia de Arabia Saudí, Estados Unidos ha logrado lo contrario. El modelo de democracia que debería haber sido Bagdad, se ha convertido para Riad en un pretexto para no democratizarse y Washington sigue necesitando su ayuda en la región.
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