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Columna
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Cien años infinitos

La edición conmemorativa que la Real Academia Española y la editorial Alfaguara han hecho de Cien años de soledad se acabó de imprimir el 6 de marzo de 2007, día en que su autor, Gabriel García Márquez, cumplía 80 años y se cumplía, a su vez, el 140º aniversario de la ascensión al cielo de Remedios, la bella, hija mayor de Santa Sofía de la Piedad y de Arcadio Buendía, nieto de los fundadores de Macondo. "No era un ser de este mundo", dice García Márquez de Remedios, la bella, coincidiendo con la opinión de su propio tío, el coronel Aureliano Buendía, quien, lejos de considerarla, como todos, la boba de la familia, cree que es el ser más lúcido que ha conocido jamás ("Es como si viniera de regreso de veinte años de guerra"). Remedios, la bella, se paseaba desnuda por la casa (la única forma de estar en casa que consideraba decente, dice Gabo), vagaba sumida en prolongados silencios, se daba baños interminables, comía sin horario y con los dedos, pintaba animalitos en las paredes con una varita embadurnada en su propia caca. Remedios, la bella, la legendaria, la ajena, la insólita, la pura. A pesar de que su tía Amaranta veía en ella a una inútil imposible de casar, los hombres de Macondo se trastornaban por su aroma, que lo impregnaba todo, y enloquecían hasta la muerte por su amor.

"Remedios, la bella, fue la única que permaneció inmune a la peste del banano. Se estancó en una adolescencia magnífica, cada vez más impermeable a los formalismos, más indiferente a la malicia y a la suspicacia, feliz en un mundo propio de realidades simples", explica Gabo. Desde esa inocencia, una tarde de marzo en que ayudaba en el jardín a doblar sábanas de bramante, Remedios, la bella, comenzó a elevarse hacia el cielo "entre el deslumbrante aleteo de las sábanas que subían con ella, que abandonaban con ella el aire de los escarabajos y las dalias, y pasaban con ella a través del aire donde terminaban las cuatro de la tarde, y se perdieron con ella para siempre en los altos aires donde no podían alcanzarla ni los más altos pájaros de la memoria".

Los pájaros de la memoria me enredan en el recuerdo de otras sábanas bajo las que una adolescente no tan bella como Remedios, la bella, no tan pura, no tan feliz, lee a la luz de una linterna, magnífica en la clandestinidad del internado, en la hora prohibida a la luz eléctrica pero no a iluminación de las palabras salvadoras de los libros. En aquella soledad más larga que la noche, en aquel silencio tramado de ensueños, bajo aquella lluvia que duraba, como en Macondo, cinco años, los libros me convencían de que era posible volver de cualquier guerra. Cuando la sombra de la vigilancia cruzaba su último escalofrío ante la puerta de mi cuarto y se alejaba fantasmal por el pasillo, yo me escurría adentro de la cama, me cubría por completo con las sábanas, encendía una minúscula linterna y comenzaba a leer con una emoción que no he recuperado. Muchas veces fue Cien años de soledad. Pocas veces me han elevado después de aquel modo unas sábanas. Como Remedios, la bella, que, en su ascensión hacia el cielo, decía adiós con la mano, yo me despedía de este mundo diciendo adiós con la mano que pasaba las páginas. Me salvé de la soledad y del silencio yendo a Macondo con mis botas de lluvia, yendo a Comala con mi cola de caballo áspera de polvo, yendo a Santa María a echar los primeros tragos, yendo a París a escuchar jazz con la Maga. Leyendo, me salvé de la muerte, como Remedios, la bella, la analfabeta, la inmortal.

No había vuelto a pensar en leer Cien años de soledad hasta que tuve en mis manos la edición de la RAE y Alfaguara. Pero (como con la edición del Quijote que ambos publicaron en conmemoración del IV Centenario) me atrajo su vocación y su apariencia de diccionario: un glosario, un índice onomástico, varios textos, el árbol genealógico de los Buendía. Manejo los diccionarios con un sentimiento orgiástico: la orgía de los sentidos, de los significados, de las dudas, la orgía de las palabras. Manejo algunas novelas con idéntica sensación: la orgía de la realidad, de la ficción, del sueño, del mito, la orgía de la vida. Mi recuerdo entre sábanas maneja así Cien años de soledad, que ahora viene acompañada de las miradas, también excitadas de placer literario, de Vargas Llosa o de García de la Concha, entre otros enamorados de unas palabras que cantan bajo la lluvia infinita de Macondo.

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