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Columna
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Cristos y Sampedros

Mientras escribo estas líneas al doctor Carlos Cristos le quedará un soplo menos de vida en algún lugar del interior de la isla de Mallorca. Acabo de ver el documental Las alas de la vida y la cercanía con este hombre que se muere, aun sin conocerle, me resulta familiar, casi un hermano. Cristos se hizo médico de pueblo por vocación y durante años enseñó en su consulta y desde las ondas radiofónicas cómo atender esos catarros, herpes, gotas o achaques que a veces nos sepultan en la cama. Ahora se ha convertido él mismo en un experimento del bien morir, aquejado de un síndrome degenerativo mortal desde hace una década. Lo ha hecho con la misma vocación y la misma entrega apostólica: es su propio paciente. Cristos, poco a poco, ha ido perdiendo las facultades psicomotoras, su hablar es casi ininteligible, pero su cerebro funciona como el de un gran filósofo. Nació en Vigo, cantó canciones populares gallegas en su juventud y, subido a las alas de un parapente, voló por los aires procurando siempre caer o en un campo de maíz ante el mosqueo de los paisanos o al lado de un chiringuito playero para tomarse una cerveza fresca.

En Santa María de Oia todavía recuerdan al hombre pájaro. Su alegría es todavía hoy contagiosa, pese a los instantes que va apurando desde el descubrimiento de esa fatal enfermedad. Aun presumiendo de descubrimientos tales como que ser parkinsoniano es una buena cosa para poner el aceite sobre el pan con tomate, Cristos ha dedicado la mayor energía que le resta a brindarse como un testigo lúcido y sobrecogedor de algo que todos nos preguntamos y que la ciencia tampoco aclara: ¿qué nos pasa realmente cuando morimos? ¿qué hay en esos segundos finales en el que uno penetra en otra zona desconocida? La cámara de Toni Canet, documentalista valenciano, ha sido el placebo idóneo para ir narrando ese trance. Incluso se ha permitido interrogar a científicos como López Pinillos y convertir su hogar mallorquín en un discreto templo de amigos que acuden a ayudarle a saber un poco más de esa última luz que se extingue.

Las alas de la vida trae a la memoria otro caso gallego, el de Ramón Sampedro. Dos conmovedores espíritus que han entrado en la zona oscura dejándonos unos testimonios no sólo de dignidad sino también de interés científico y filosófico. Aunque sigo teniendo problemas con el enfoque de la película de Amenábar, tan americana en sus mimbres y no voy a escatimar elogios al documental de Canet, ambas "muertes en directo" (una en la ficción, otra ocurriendo en estos momentos) constituyen una lección inversa sobre la misma cara de la moneda: vivir es sólo aprender a morir.

Ramón Sampedro quería irse a cualquier precio de este mundo, Carlos Cristos quiere aferrarse a la vida de sus últimos instantes. Sampedro y Cristos, reniegan de la muerte cristiana, de la extremaunción y buscan espiritualmente un consuelo que les transporte al otro lado. Ninguno ha encontrado a Dios por mucha añoranza que hayan sentido de él. Ambos, sin embargo, insinúan que un Creador existe y nos acompaña quizás dentro de nosotros: no hay que huirle, está ahí. El tema resulta tan delicado que nos hace replantear demasiadas cosas: ¿por qué somos tan frágiles? ¿por qué no apuramos el milagro de vivir cada día? ¿quién está aguardándonos al otro lado? ¿hay alguien ahí? Dos apellidos bíblicos, dos gallegos universales se han atrevido a mostrarnos de manera pública algo aterradoramente íntimo. Mallorca y la playa de As Furnas, la inmovilidad de uno y la progresiva degeneración del otro, no roban un instante a esa lucidez cerebral que se ha adentrado hasta el mismo borde del precipicio y que ¿cómo saberlo? a lo mejor ha encontrado la paz, la eternidad y la gran zambullida al otro lado del espejo.

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