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Debo preocuparme

Javier Marías

Cada vez entiendo menos, pero no me falla. Sin duda el que debe preocuparse soy yo: tendré el gusto estragado, o anticuado; quizá ni siquiera sea un escritor, y es del todo imposible que sea un intelectual. Lo cierto es que cada vez que hay una película que mueve a los escritores e intelectuales a ocuparse de ella espontáneamente, a entusiasmarse, a ver en sus imágenes y en su guión profundos y complejos mensajes, caigo en la trampa, voy a verla y, casi invariablemente, a mí me parece una tontada pretenciosa y hueca, cuando no algo peor. Me pasó con las películas de Von Trier en general, y en especial con aquella en la que la cantante Björk hacía de ciega seráfica durante tres horas, entre canción y canción. Me pasó con American Beauty, de Mendes, de la que por suerte se me ha olvidado todo menos la escena digna de spots –e imitada por tanto en los spots– en que sobre el cuerpecillo de una joven caía una lluvia de pétalos rojos con cursilería insuperable. Hasta me sucedió con Mystic River, del otras veces admiradísimo Eastwood, que me resultó poco creíble, amanerada y con un Sean Penn para darle de pescozones, que por lo demás suele merecer en casi toda ocasión. Me ocurrió con Crash, de Haggis, en la que los buenos no lo eran tanto ni los cabrones tampoco, qué lección. Pero nunca escarmiento y siempre pico, así que este año me fui a ver, tan esperanzado (bueno, miento: su afamado guionista me había dado ya algún disgusto, Peckinpah mediante), la celebradísima Babel, de González Iñárritu.

Hace ya tiempo que se ha puesto de moda –yo creo que por su facilidad– un tipo de película y de novela a las que con frecuencia se aplican dos o tres adjetivos de los que debería ya huir como de la peste: si el autor o los críticos califican la obra en cuestión de "coral" o "fragmentaria", de "mestiza", "multicultural" o "intercultural" (tanto da), empiezo a desconfiar. Cuando hay muchos personajes y ninguno sobresale sobre los demás, lo normal es que acabe por no haber ninguno, sino arquetipos apenas trazados; cuando se entrecruzan varias historias, lo habitual es que en realidad no haya ninguna, sino unas cuantas "situaciones" estancadas o empantanadas; cuando aparecen gentes de diversas culturas o lugares, suelen estar retratadas con cuatro pinceladas tópicas y "periodísticas", que subrayan un mensaje ramplón: cuanto más pobres las gentes, más generosas, alegres y bondadosas; cuanto más ricas o de países pudientes, más egoístas y superficiales. Y luego, para que a todos esos personajes les ocurran desgracias o cosas tremendas, conviene mucho que sean idiotas y metan la pata sin cesar. Esto sucede sin cesar en Babel.

Tantos espectadores la han visto ya, transidos, que no creo destripar mucho si recapitulo un poco. Unos niños pastores marroquíes se hacen con un rifle que disparan sin ton ni son y como si la munición saliera gratis. A un matrimonio americano, que ha perdido a un hijo, no se le ocurre otra cosa que dejar a los dos que le quedan e irse a miles de kilómetros –no se sabe a qué–, a una zona semidesértica de Marruecos casi en medio de la nada. La señora mexicana que cuida a esos niños no tiene otra idea que cruzar la frontera con ellos y con un sobrino impulsivo para asistir a una boda en el país vecino, y el guionista se encarga de que todo lo hagan tan mal como para acabar tirados en medio del campo, bajo una solana que deshidrata a los críos, y perseguidos por la policía de inmigración. Una joven japonesa sordomuda (pero que más que sordomuda parece retrasada mental) deambula por Tokio con sus amigas y una "necesidad de comunicación" –observan con agudeza los intelectuales– que se confunde fácilmente con salidez: primero les enseña el chumino a unos horterillas de su edad, luego al dentista, luego se le desnuda del todo a un poli que no sabe qué hacer. Para que haya alguna conexión con todo lo anterior, el anodino guionista hace que el rifle en manos de los niños pastores fuera regalado por el padre japonés de la sordomuda al guía que tuvo durante una cacería (?) en esa zona semidesértica de Marruecos en la que no se ve ni un animal, cabras aparte. Los marroquíes pobres son muy buenos y solidarios con la mujer americana malherida de un balazo pastor; los de la boda mexicana son muy vitales y cariñosos; la situación de la americana se eterniza, se estira; las escenas de la boda, también; las andanzas de la sordomuda la llevan a tirarse diez o más minutos de metraje bailoteando con los horterillas en una discoteca de la que el espectador no ve la hora de salir. Todo con una música pedante y envarada, a la que en vista de eso se le ha concedido el Oscar este año. Todo me resultó falso, gratuito, huero, mal hilado y artificial. Eso sí, acompañado de mucha intensidad postiza por parte de guionista y director, de un solemne gesto de "genialidad".

Bien, según numerosos críticos de diferentes países, según la Academia de Hollywood, según escritores e intelectuales sin cuento (desde Carlos Fuentes hasta mi gran amigo Manuel Rodríguez Rivero, al que mucho rodríguezvenero y respeto más), la película es efectivamente genial, como todas las otras que he mencionado. Ya lo he dicho al principio, está claro: aquí el único que debe preocuparse soy yo.

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