¿Se acuerdan del 'se rompe España'?
Con los años hemos aprendido que la solución al decimonónico "España como problema" era la democracia, la libertad. No incidir tanto en lo que nos hacía diferentes sino en aquello que nos igualaba al resto de países europeos. La Constitución del 78 contiene la respuesta, o el procedimiento para encontrarla, a varios de los problemas históricos que han afectado de manera negativa a la convivencia pacífica entre españoles. Entre ellos, la que debe darse entre nacionalistas -periféricos y centrales- y no nacionalistas, así como entre las distintas visiones que definen España como afortunadamente plural.
Nuestra España constitucional es autonómica, de la misma manera que sólo podemos concebir una España autonómica a partir de una Constitución que abre puertas, ofrece caminos y posibilidades, que exige la negociación y el acuerdo para desarrollarse. Una Constitución pensada para incluir, para que todos nos podamos sentir cómodos viviendo juntos a pesar de nuestras diferencias.
Nuestro modelo constitucional y autonómico, que define un único Estado gestionado por distintos niveles de administración, ha sido un éxito, pero requiere ajustes y perfeccionamientos para que funcione mejor y para adecuarlo a realidades y necesidades cambiantes. Así ha sido desde que en 1979 se aprobaron los primeros Estatutos de Autonomía. La aprobación de 17 Estatutos, más los de Ceuta y Melilla, los distintos procesos de transferencias -culminados, en los casos de educación y sanidad, por el último Gobierno del PP-, los cinco modelos de financiación aprobados durante estos años, o las 19 Comisiones Bilaterales creadas en los últimos 20 años, señalan que, lejos de ser un modelo cerrado e inmóvil, la virtud de nuestro desarrollo autonómico ha consistido en estar en permanente cambio.
Con esos antecedentes exitosos, pero no exentos de problemas, la política territorial del actual Gobierno tuvo que abordar, dentro del cumplimiento de su programa electoral, dos grandes cuestiones. La primera, cómo gestionar el llamado plan Ibarretxe y la reforma del Estatuto catalán, ambos ya en marcha cuando tomamos posesión. La segunda, cómo mejorar los espacios de encuentro y de cooperación entre el Gobierno central y las Comunidades Autónomas, poniendo en marcha instrumentos que estuvieran a la altura de la Constitución, cuando reconoce que las CC AA también son Estado.
La primera se hizo aplicando dos principios: máximo consenso y respeto a la Constitución. Se puede discutir quién gestiona qué y cómo se financia, pero sin alterar la Constitución, ni sus procedimientos. Si ahora el Tribunal Constitucional se puede pronunciar sobre algunos recursos presentados respecto al Estatuto de Catalunya es, precisamente, porque, en contra de la demagogia utilizada, éste no representa ninguna reforma encubierta de la Constitución sino que es ésta la que marca los límites a aquél.
A pesar de los acalorados e interesados debates sobre las reformas estatutarias (reformas que proliferan ahora de mutuo acuerdo entre los dos grandes partidos nacionales), la segunda cuestión tiene más interés y, sin duda, es más necesario abordarla para que aquello que ya existe funcione mejor al servicio de los ciudadanos. Me refiero al entramado de relaciones institucionales que permiten trabajar juntos a los componentes administrativos de nuestro Estado constitucional. Es decir, a aquellos ámbitos en los que abordamos la solución a problemas en los que ninguna administración, por sí sola, tiene capacidad para resolver o que, en todo caso, es mejor, más positivo, resolverlos de manera conjunta.
Porque gobernar en democracia no es una lucha por el acopio de competencias o por el vaciado de las mismas, sino organizar respuestas conjuntas entre administraciones, escuchando a los ciudadanos. Me refiero, en primer lugar, a la necesaria reforma del Senado, planteada en el debate de investidura del presidente Zapatero y bloqueada hoy por la negativa a abordarla por parte del principal partido de la oposición. Sin un Senado que sea lugar de representación y legislación de los asuntos territoriales, aunque reserve la última palabra al Congreso, nuestro modelo autonómico constitucional estará falto de algo importante que puede ayudar a relajar tensiones entre territorios.
Pero también en las relaciones entre el Gobierno de la nación y los gobiernos autonómicos hay que dar pasos para mejorar los espacios de encuentro y de diálogo, sean bilaterales o multilaterales. La Conferencia de Presidentes ha sido un hito importante en esa dirección al visualizar la imagen de la España Constitucional y autonómica, a la vez que ha impulsado medidas políticas que resuelven problemas como la participación de las CC AA en los Consejos de Ministros de la Unión Europea, la financiación sanitaria, el mapa nacional de ayudas en I+D+i o el cambio climático. Una norma que regule la participación de las CC AA en la formación de la voluntad nacional en asuntos de Estado o en organismos constitucionales en los que deban estar presentes, así como el funcionamiento de los instrumentos multilaterales de cooperación para hacerlos más estables y eficaces, ayudaría también a que lo existente funcione mejor.
Y, por último, la mejora de los instrumentos de relaciones bilaterales para aquellos asuntos que deban tratarse en este ámbito. Desde que en 1983 se creó la primera Comisión bilateral Gobierno Central-Navarra hasta la generalización que hizo en el año 2000 el Gobierno del PP, creándolas allí donde todavía no existían, ha habido más de 135 reuniones bilaterales formales entre Gobierno central y CC AA. No es pues un instrumento nuevo en el desarrollo autonómico español, que ha caminado sobre las dos piernas de la multilateralidad y la bilateralidad desde su creación. Incluso en alguna ocasión no se ha podido aplicar a una CC AA un modelo de financiación decidido multilateralmente y aprobado en el Parlamento, simplemente porque no lo ha aceptado a nivel bilateral. Hasta ese punto ha tenido fuerza la bilateralidad en nuestro modelo. Así pues, cuando los nuevos Estatutos introducen Comisiones bilaterales están reconociendo el valor de uno de los instrumentos básicos de desarrollo autonómico que nos ha permitido llegar hasta donde estamos, perfeccionando lo existente, pero sin introducir cambios bruscos ni rupturas aventureras.
Si lo miramos de manera desapasionada, sin dejarnos arrastrar por tanto absurdo como se ha dicho, las reformas territoriales emprendidas en esta legislatura, aunque parciales, han consolidado la España autonómica, reforzando nuestra Constitución y permitiendo que todos nos sintamos mejor unidos. Son una prueba del éxito obtenido en los últimos 25 años y un deseo de seguir viviendo juntos y de manera ordenada durante muchos años más. Pero todavía quedan asignaturas pendientes para ir haciéndolo mejor, día a día.
Jordi Sevilla es ministro de Administraciones Públicas.
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