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Columna
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¿Quién quiere expulsar a Cataluña de España?

La política en democracia es la acción que se ocupa de las cuestiones públicas y que se desarrolla entre unos escasos márgenes que son los que la realidad le impone. Normalmente, pocas sorpresas nos deparan nuestras democracias occidentales. Es posible que eso sea una suerte por lo que tiene de previsible y especialmente por lo que comporta de normalidad. Lo que es una evidencia es que salirse de esos márgenes sólo ocurre en situaciones excepcionales y normalmente responde a coyunturas de crisis sociales, económicas o institucionales, en mayor o menor medida, relevantes.

En Cataluña la política ha sido tradicionalmente previsible y, a pesar de lo que algunos quieren hacer creer desde hace unos años, en las últimas tres décadas la política catalana ha sido, también en su discurso nacionalista, enormemente realista y sin deparar sorpresas relevantes. Incluso estos últimos años en los que la discusión sobre el nuevo Estatuto absorbió una parte importante del protagonismo mediático y también ocupó intensamente el debate y las estrategias políticas, el resultado fue, coherentemente con nuestra tradición, previsible y pragmático. Sin embargo, no es menos cierto que este proceso dejó una sensación nueva entre la ciudadanía del país. Por una parte, unos se mostraron especialmente sensibles a la fatiga política ante el debate público que provocó el Estatuto. Por otra, otros sectores se mostraron decepcionados por el resultado obtenido en este proceso, en el sentido de que una parte de las expectativas puestas en el rediseño del autogobierno catalán no sólo no llegaron a cumplirse, sino que fueron utilizadas intencionadamente desde algunas posiciones ideológicas para tensar la política española. Eso sí, a costa de erosionar la imagen de Cataluña y de verter falsedades sistemáticas sobre esta realidad con el único objetivo de sacar réditos partidistas en España.

La sociedad catalana ha sido enormemente paciente en estos últimos años con estos sucesos. La indignación ha existido, pero no se ha manifestado colectivamente. Incluso las opiniones expresadas desde tribunas públicas por políticos, analistas o comentaristas sobre esta cuestión han sido -como siempre con pocas excepciones- de una gran prudencia. La prudencia ha sido tanta -sólo hay que mirar las hemerotecas- que en más de una ocasión el que les escribe ha estado invadido por la duda -recordando las palabras de Jordi Carbonell aquel 11 de septiembre de 1976- de si tanta prudencia no estaría convirtiéndonos en traidores. No es sólo una idea de traición aplicada a una patria, sino a unos principios de lo que deben ser la democracia y el pluralismo político y también a las mismas ideas de lo que debería ser un Estado plurinacional.

La sensación en estos últimos meses es que tanta corrección ha empezado a tocar a su fin. En determinados sectores que ejercen una función clara de liderazgo social y político en Cataluña el hartazgo ante tanta difamación y menosprecio puede convertirse en la gota que desborde y modifique esa previsibilidad política que ha caracterizado este país. Evidentemente, la prueba de esto que digo la vamos a tener con la respuesta del Tribunal Constitucional ante los distintos recursos presentados contra el Estatuto catalán. Hay quien quitará hierro al asunto proclamando que lo que ocurra con estos recursos debe interpretarse sólo en clave jurídica y no política y que una respuesta política contraria a estas sentencias sería desmesurada e impropia de una situación como la que nos ocupa. Quien así razone o bien es un ignorante político o bien alguien al que tampoco le importe mentir sobre la realidad. No creo que exista ningún constitucionalista de prestigio que pueda negar la relevancia de tener que resolver un recurso de una ley orgánica que ha sido refrendada por la ciudadanía. Para entendernos: no es lo mismo declarar inconstitucional una ley aprobada por el Parlamento que una ley apoyada directamente por la ciudadanía. La colisión de legitimidades es excesiva, y con seguridad no se puede tener la esperanza de que un recurso que recorte el Estatuto catalán no active en Cataluña un sentimiento y un estado de ánimo antes desconocidos.

Será la primera vez que una decisión del Constitucional pueda desautorizar directamente una decisión adoptada directamente por la ciudadanía mediante referéndum. No sé si constitucionalmente podríamos referirnos a una colisión entre el demos soberano y el organismo garante del sistema constitucional. Pero en cualquier caso, y atendiendo a nuestra tradición política liberal que concibe que la soberanía emana de los ciudadanos, no creo que nadie puede negar la relevancia y la excepcionalidad de la situación. Precisamente de esa relevancia y excepcionalidad emana la previsión hipotética del conflicto. Y del conflicto es de donde puede emanar la imprevisibilidad que puede romper lo que ha sido la política catalana durante décadas.

Romper el Estatuto, resquebrajar el modelo estatutario que nació el año pasado, que aprobaron las Cortes y que el pueblo catalán refrendó, es un mensaje demasiado inequívoco en el sentido de que esta Cataluña no cabe en España. No es Cataluña la que apuesta por salir de España, es España la que expulsa a Cataluña. Tiene razón el presidente José Montilla cuando denuncia que aquellos que plantean que "lo que gana Cataluña con el Estatuto lo pierde España" son los que expulsan a Cataluña de España. Pero si efectivamente esa lógica se acaba imponiendo y el Tribunal Constitucional modifica o deja a la interpretación política de cada momento el cuerpo del Estatuto, será muy difícil que entre una mayoría importante de los catalanes no arraigue la sensación de que esta Cataluña que imaginamos en el Estatuto no tiene posibilidad en la España actual. Y si a este escenario le añadimos los amigos de la COPE, los reportajes de Telemadrid, las dificultades para desarrollar en Cataluña infraestructuras de comunicación de primer nivel y en igualdad de condiciones con Madrid, una financiación autonómica insuficiente, y tantas otras cosas, las consecuencias para la política catalana pueden empezar a ser menos previsibles de lo que han sido en estas últimas décadas. Alguien debería tomar nota de todo ello.

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