Estados Unidos: trastornos de aprendizaje
El Gobierno de Estados Unidos sufre un curioso trastorno de aprendizaje en relación con Irak. En el momento de emprender el doloroso proceso de retirarse del país, corre el riesgo de repetir los errores que cometió al emprender la guerra.
Resulta curioso, porque existe ya un consenso muy generalizado sobre los errores que se cometieron. Liberales y conservadores, republicanos y demócratas, defensores y detractores de la decisión de ir a la guerra, todos están de acuerdo ya en una misma lista de errores: no enviar suficientes soldados; no haber sabido prever el entrenamiento ni el equipamiento que iban a necesitar las tropas; haber desmantelado el Ejército iraquí; no impedir los saqueos; depurar a los miembros del Partido del Baaz de sus puestos de funcionarios, con lo que miles de familias iraquíes se quedaron sin ingresos e importantes organismos sin el personal necesario; no saber interpretar la naturaleza del enemigo; subestimar el conflicto entre suníes y chiíes; calcular mal la influencia de Irán, Siria y los yihadistas de otros países; despilfarrar los fondos de reconstrucción; llevar a cabo el desastroso intento de microcontrolar Irak recién acabada la invasión.
Evidentemente, EE UU no puede volver a cometer todos esos errores concretos, pero lo asombroso es que las teorías que los provocaron siguen intactas y siguen siendo la fuente de las propuestas y los debates sobre qué debe hacerse ahora en Irak. Por ejemplo:
Sobrestimar la capacidad del Gobierno iraquí.
Hoy, los planes para reducir la presencia estadounidense se basan en la idea de que el Gobierno iraquí actual es capaz de hacer mucho más de lo que hace. Esta hipótesis está equivocada.
Hace cuatro años, el Gobierno de Estados Unidos pensó que Irak tenía armas de destrucción masiva, que sus Fuerzas Armadas eran mejores de lo que resultaron ser, que las instituciones del país eran más funcionales y fiables de lo que en realidad eran, que su economía, su industria petrolífera y sus infraestructuras estaban en relativamente buen estado. En marzo de 2003, el entonces subsecretario de Defensa Paul Wolfowitz explicó al Congreso que "nos encontramos ante un país que puede financiar su propia reconstrucción, y relativamente pronto". Su jefe, Donald Rumsfeld, añadió un mes más tarde: "No creo que haya mucha reconstrucción que hacer".
Ambos se equivocaban, por supuesto. La combinación de una dictadura despiadada y corrupta con un prolongado embargo internacional había paralizado el país y en especial su sector público.
Pese a ello, la idea de que el Gobierno iraquí está más capacitado de lo que se ha visto hasta ahora sigue estando implícita en las propuestas actuales sobre la política estadounidense respecto a Irak. Muchas de esas propuestas se basan en la esperanza de que "el ejército iraquí dará un paso al frente cuando las tropas estadounidenses se retiren", los iraquíes "se esforzarán", "se organizarán", "se armarán de voluntad política", y así sucesivamente. Se ha vuelto habitual suponer que el Gobierno iraquí dispone de los medios y las instituciones para llevar a cabo unas tareas políticas, económicas y militares enormemente complejas, el tipo de tareas que los países más subdesarrollados no hacen bien ni cuando no tienen que superar los problemas actuales y la desoladora historia de Irak.
En estos cuatro años hemos sabido que detrás de los palacios dorados y los desfiles militares de Sadam se encontraba un Estado en situación desastrosa. Desde luego, estos cuatro años lo han destruido aún más. Los que exigen que actúe el Gobierno de Irak se olvidan, muchas veces, de que están dirigiéndose a algo que es prácticamente un caparazón vacío.
Sobrestimar la capacidad del Gobierno de Estados Unidos.
La misma cautela hay que tener al hablar del Gobierno estadounidense. Parecemos perma-nentemente engañados por el hecho de que la Administración tiene acceso a cantidades inconmensurables de dinero y las tecnologías más avanzadas y de que al frente de ella se encuentra una burocracia bien dotada con unos funcionarios educados en el mejor sistema universitario del mundo. Está claro que todas estas ventajas no sirvieron para dirigir con eficacia las operaciones en Irak, ni la reacción ante el huracán Katrina, ya que estamos.
Sin embargo, en Irak, el Pentágono, que cuenta con un presupuesto superior al gasto de defensa combinado de los 15 países del mundo con más gasto militar, ha sido incapaz de contener a unas milicias iraquíes harapientas que trabajan con explosivos improvisados.
Por desgracia, al Gobierno estadounidense tampoco se le han dado muy bien las soluciones no militares.
Despreciar la diplomacia.
Colaborar con otros nunca es fácil. Colaborar con otros que pertenecen a Gobiernos extranjeros es, a menudo, difícil y exasperante. Los otros no sólo son distintos; tienen distintos intereses. Los Gobiernos extranjeros no suelen tener los mismos intereses que Estados Unidos.
Quizá eso, que es verdad, es el motivo de la preferencia del Gobierno de Bush por las actuaciones unilaterales, empezando por la guerra de Irak. La existencia de un contingente británico y un puñado de tropas de otros 47 países en Irak no alteró el hecho de que era una guerra de Estados Unidos. En parte como consecuencia de ello, Estados Unidos se encuentra hoy fundamentalmente solo ante Irak, en lo militar, lo político y lo económico. En estos momentos, hasta la propia Casa Blanca de Bush preferiría que los aliados extranjeros tuvieran una participación más activa en Irak. El actual presidente Bush debe de considerar tremendamente atractiva una coalición como la que construyó George H. W. Bush para la primera guerra del Golfo en 1991, pero ya es demasiado tarde para crear una alianza así.
Con todo, hay que decir en honor del Gobierno de Bush que últimamente ha empezado a mostrar más interés por la vía diplomática para abordar problemas como Irán y Corea del Norte. No obstante, sus decisiones y su estrategia de conjunto en Irak siguen teniendo un fuerte sesgo unilateral y militar. Al fin y al cabo, la última táctica, "el aumento" de tropas -la única idea nueva de cierta enjundia en meses-, es una decisión militar (enviar más soldados). Esta vez, incluso los británicos se orientan en la dirección contraria. El aumento de tropas no cuenta con ningún apoyo exterior.
Una estrategia que hubiera estado menos pendiente de un cálculo puramente militar, que combinase nuevas tácticas sobre el terreno con audaces iniciativas internacionales, podría haber obtenido cierto grado de buena voluntad y apoyo a Estados Unidos en un momento en el que el país necesita desesperadamente la solidaridad internacional. Es cierto que, a estas alturas, la idea de una solución diplomática en Irak puede ser tan poco realista e ingenua como la de la solución militar. Los costes políticos que tiene para los dirigentes extranjeros el hecho de parecer demasiado próximos al presidente Bush son ya considerables.
Ahora bien, ¿no es revelador que, incluso después de tres años de haber aprendido con argumentos convincentes que la solución al lodazal de Irak no está en las medidas militares, Estados Unidos recurra casi exclusivamente a desplegar más soldados para estabilizar la situación?
Otra vez nos encontramos con los trastornos de aprendizaje. Hemos tenido cuatro años de guerra, unas bajas inmensas y 500.000 millones de dólares en gastos, ¿y para qué? Hoy, ni siquiera los generales parecen creer que el Ejército sea el instrumento fundamental para resolver el problema de Irak. Pero da la impresión de que el Gobierno, el Congreso y muchos comentaristas ignoran una lección tan obvia y contundente.
Las condiciones que exigen los demócratas de la Cámara y el Senado a cambio de aprobar nuevos fondos para Irak consisten en imponer complejos objetivos -"puntos de referencia"- y plazos estrictos al Gobierno iraquí. Por ejemplo, los demócratas de la Cámara de Representantes declaran que "Irak se responsabilizará de la seguridad en todas las provincias" y "dedicará 10.000 millones a proyectos de creación de empleo". No se explica cómo pueden lograrse en la práctica esos objetivos. En las diversas propuestas demócratas no hay nada que se refiera a la necesidad de tender la mano a otros países ni de darles incentivos para que ayuden. Por lo visto, los demócratas no han aprendido gran cosa de los años de decisiones unilaterales del Pentágono en Irak.
Según el Centro Nacional de Estados Unidos para Trastornos de Aprendizaje, "un trastorno de aprendizaje es un trastorno neurológico que afecta la capacidad del cerebro para recibir, procesar, almacenar y reaccionar a la información". Esta definición, claro está, se refiere a los trastornos de aprendizaje en los individuos. Sus causas son varias y no se conocen aún del todo. En el caso de los Gobiernos y los sistemas políticos con trastornos de aprendizaje, parece lógico sospechar que los problemas están estrechamente relacionados, no con trastornos neurológicos, sino con ciclos electorales. Es verdad que un exceso de poder político sin los controles y equilibrios necesarios fomenta la arrogancia en los gobernantes. Seguramente, eso contribuye a su incapacidad de reconocer y aprender de sus errores. Pero lo más interesante, en este caso, es que esos dirigentes otrora omnipotentes no parecen ser los únicos incapaces de aprender del pasado reciente. Sus rivales tienen unos puntos ciegos similares.
En las personas, un síntoma claro de que un trastorno de aprendizaje es "la clara diferencia entre el objetivo marcado y el que de verdad se consigue". Por desgracia, ése es exactamente el caso del comportamiento de Estados Unidos en Irak.
Moisés Naím es director de la revista Foreign Policy. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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