Alcohol, adolescentes y libertad de decidir
La retirada del anteproyecto de ley de protección de la salud de los adolescentes frente a los riesgos del tabaco como consecuencia de la oposición de los productores y distribuidores de vino y cerveza, suscita algunas consideraciones acerca de las críticas a la política sanitaria del Gobierno.
De un lado, las propias de los sectores directamente interesados, cuyas resistencias son fácilmente comprensibles puesto que se defienden de un perjuicio económico directo. Claro que a corto plazo. Pero las perspectivas de amplios sectores de la sociedad acostumbran a plantearse en horizontes temporales inmediatos y, lo que es peor, despreciando las eventuales consecuencias que ha comportado, sigue provocando y que producirá en el futuro su consumo inadecuado, incluso a pesar de que entre las potenciales víctimas se cuenten, al menos en parte, gentes que viven de estas actividades económicas.
La cuestión es si todas las personas expuestas al consumo pueden decidir responsablemente
Tal vez debido a las incertidumbres de la vida, desde un punto de vista individual suele valorarse más un beneficio actual que un probable perjuicio venidero, en la esperanza que a lo mejor no nos afectará o, incluso temiendo que tal vez no estemos en condiciones de disfrutarlo. Lo que si bien puede ser cierto a escala personal, no lo es, en absoluto, en el ámbito colectivo.
Por otra parte, algunos pensadores han esgrimido el argumento de la orientación biopolítica del Ministerio de Sanidad. Biopolítica es el término encuñado por Michel Foucault con el que el pensador francés se refería a la injerencia en la vida de las personas mediante la regulación de sus comportamientos y hábitos. Un concepto rescatado por Michael Hardt y Antonio Negri, entre otros. Aunque tales críticas no han recurrido a la versión fuerte de la biopolítica, al acentuar el carácter supuestamente secundario de estas iniciativas frente a los problemas de la sanidad española. En cualquier caso vale la pena detenerse a considerar este planteamiento, puesto que, con variaciones, se acostumbra a esgrimir frente a los propósitos gubernamentales de regular la exposición a algunos productos cuyo consumo está asociado con enfermedades.
Este argumento no se opone a la adopción, por parte de las autoridades que ostentan legítimamente el poder, de medidas restrictivas de las libertades de personas y de empresas cuyo ejercicio comporta enfermedades y trastornos a terceros, siempre que se trate de riesgos involuntarios. En cambio cuando, como es el caso, se ofrece un producto que no es obligatorio consumir, se antepone la libertad y la responsabilidad del consumidor. Obviamente, sin la decisión de éste no ha lugar a consecuencias.
Nuestra sociedad ha asumido la cultura de la responsabilidad social para protegerse frente a determinados riesgos y peligros potenciales de cierta magnitud y, sobre todo, cuando no requieren una voluntad activa de los ciudadanos, pero en cambio es más reticente cuando las consecuencias dependen del ejercicio de la libertad individual.
La cuestión entonces es si todas las personas expuestas al consumo están en condiciones de decidir responsablemente. Y si alguien, en alguna circunstancia, merece una protección especial. En el caso de niños y adolescentes, la vulnerabilidad frente a las ofertas de consumo es incomparablemente más elevada que en el caso de los adultos. Y tanto el alcohol como también el tabaco -objeto de argumentaciones similares- son sustancias que generan adicción.
La vulnerabilidad que generan estas sustancias a duras penas puede protegerse exclusivamente de forma individual, en el ámbito más próximo de las familias y los cada vez más reducidos círculos de relaciones íntimas que, aunque siguen siendo un elemento básico de socialización, pierden influencia en una sociedad tan globalizada y en la que predominan los estímulos al consumo de cualquier cosa que genere beneficios económicos.
Los datos del último barómetro sanitario muestran que mientras un 85% de la población cree que, generalmente, los jóvenes consumen alcohol en exceso, sólo un 3% identifica a sus hijos o nietos como bebedores excesivos.
Desde la promulgación de los derechos del hombre el individuo es, en nuestra civilización, la referencia y la medida de la justicia. Y está bien que lo sea porque bajo la coartada de excelsos valores se ha perpetrado un sinnúmero de barbaridades contra las personas. También en el ámbito de la sanidad, al promulgar normas pretendidamente saludables, que al ser impuestas, cercenan la autonomía personal, uno de los pilares de la salud entendida como algo más que la ausencia de enfermedad. Lo que se ha hecho tanto desde regímenes políticos autoritarios, como desde cierto despotismo ilustrado. Petr Skrabanek, el médico checo exiliado en Londres, que nos dejó hace unos años, arremetía en Sofismas y desatinos de la medicina y en La muerte de la medicina con rostro humano contra estas prácticas.
Sin embargo, sin apoyo comunitario raramente se puede desarrollar la libertad y la responsabilidad que como humanos pretendemos. Y éste es el papel de las leyes de protección de la salud que, como la francesa de 1991, restringen la publicidad y el acceso a las bebidas alcohólicas, vino y cerveza incluidas, de los menores. Unas defensas mínimas frente a la injerencia de quienes, faltaría más, no pretenden provocar sufrimiento y enfermedad, sino simplemente mejorar la cuenta de resultados de sus empresas.
Andreu Segura es profesor de Salud Pública de la Universidad de Barcelona, asegurabene@ub.edu
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