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Columna
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Al freír será el reír

La verdad es que nuestra ciudad intenta con dudoso éxito conservarnos en buen estado. Contaminación, ruidos, obras públicas jamás terminadas, ampliaciones, barrios nuevos, Madrid es hoy el apilamiento de varias concentraciones urbanas, donde hubiera dicho un clásico que toda variedad tiene su asiento. Este cuerpo serrano que recibimos disfruta de increíbles cuidados, no pocas agresiones y está abocado a una impensable supervivencia. Merced a los avances de la sanidad pública, a una dieta más racional y a cierta responsabilidad, los adultos miramos con descuido y confianza el futuro. Parece que sólo los niños corren peligro, al no observar la alimentación adecuada y atiborrarse de alimentos inadecuados. Pagan el pato del progreso y de la independencia de los padres, en cuanto a su vigilancia. Ya se sabe que esa independencia consiste en depositar al menor en la guardería, permitirle la ingestión de comida basura, féculas incontroladas, aditivos poco fiables y ausencia de nutrientes aconsejables. Pero hay que respetar la personalidad del menor y parece que uno de sus privilegios es llegar a la adolescencia con 120 kilos y un déficit vitamínico insuperable.

Los demás llevamos el cachivache que nos contiene dispuestos a rebasar expectativas antes desconocidas. Pasar de los 70 años, rebasar los 80, cumplir los 90 y asomarse al siglo, es acontecimiento que desdeñan los periódicos porque un centenario no es hoy una patética figura en un sillón, como si se hubieran olvidado de retirarlos de la circulación.

Entran escalofríos al considerar la forma como nuestros antepasados utilizaron su body. Mientras parte de la humanidad sufría el hambre, los ricos se ponían morados en la mesa y acortaban su vida por el placentero camino de los pantagruélicos banquetes. Nos quedan descripciones horripilantes con treinta platos diferentes, estancias de cinco horas, medio tumbados, medio sentados ante las pródigas mesas. Las consecuencias eran lógicas y pagaban por ello: la gota, las dolencias estomacales y las secuelas de todos los excesos.

De mi lejana condición social, recuerdo las tres pitanzas obligadas, el desayuno, la comida y la cena, amén del forzoso aditamento de la merienda, obligatoria para los niños, que podía consistir en una onza de chocolate embutida en el panecillo. Para limitar cualquier exigencia infantil se decía: "Cuando seas padre, comerás huevo", así, en singular, porque la ración era mezquina. Claro que un huevo frito a comienzos del siglo XX era una fantasía que algún día rescatarán los grandes restauradores de nuestro tiempo. Se introducía en un recipiente especial, una sartén cilíndrica, de gran capacidad para el líquido oleoso, a medio refinar y con la temperatura idónea, capaz de producir una ordenada "puntilla" y donde los sabores de la clara y la yema estaban bien definidos. Hoy, la producción de granja ha convertido al viejo huevo frito en un manjar insípido y poco apreciable. De allí, al pollo, que luego ha sufrido una larga proletarización. He de señalar que en algunos restaurantes madrileños se ha reivindicado el sabor del pollo, cocinándolo de manera que resulta un exquisito manjar. Un sobrino mío, que ha descubierto su vocación en los fogones, nos lo ofrece en una imaginativa variedad y el soso producto de casquerías toma, churruscado y con algún secreto condimento, la categoría de exquisitez, rival de la sabrosa y adulta gallina en pepitoria.

El espectro nutritivo se ha ampliado, adquiriendo rango de oferta plásticamente atractiva en las secciones correspondientes de los grandes almacenes o en las carnicerías modernizadas, que poco tiene que ver con las antiguas pollerías o casquerías y los famosos "idiomas y talentos" -lengua y sesos- de los que vivió un ingenioso poeta, típico producto de los madriles, el inagotable Manolo "el Pollero".

En el fondo, comemos mejor y, por tanto, vivimos más, siempre que el tratamiento de los alimentos congelados no arrinconen la frecuentación de la cocina, por parte del ama o del amo de casa. Los avatares de la existencia me obligan a improvisarme como comprador en el mercado, usuario de la cesta y brujuleador entre los estantes. No estoy aún impuesto en el lenguaje mercantil, pero mi amigo el pescadero me entiende cuando, para darme la alegría del aperitivo, le pido "un puñado de gambas", como medida adecuada. No sé formularlo por gramos. Otro día hablaremos del Madrid puerto de mar, lonja del mejor marisco, el más fresco salmonete, del lenguado carnoso o del besugo de ojo claro.

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