Andalucía barroca
El arte de un pueblo es la traducción a la columna y el mármol de un idioma, una forma de oler, una maraña de ritos, preceptos y creencias sobre los que se asienta la vida en común. Por eso Andalucía no tiene más remedio que ser barroca, que solazarse con los retablos abigarrados y las imágenes que interrogan a las alturas entre nubes de encajes y puñales. Lejos del carácter andaluz la mesura clásica, que sustenta la geometría de sus frontones en una confianza cartesiana en las estructuras racionales, que forma parte de un mundo donde todo es peso, medida, siluetas puras; lejos, también, las formas del arte contemporáneo, con sus edificios parecidos a ballenas de cristal, que tienden a identificar la ciudad con una macrodiscoteca y cantan sin complejos al plástico y la estridencia. Igual que un insecto atrapado en una lágrima de ámbar, las capitales andaluzas quedaron congeladas en un atardecer de hace cuatrocientos años, en esos tiempos en que las iglesias acaparaban los rincones de las calles y las fachadas competían entre sí por abrumar al espectador y provocarle una indigestión de molduras, capiteles y frisos. Ningún arte como el barroco resume las tendencias contradictorias del alma del sur: la visualidad, el espectáculo, el anhelo de lo sobrenatural a través de la exaltación de lo netamente terreno, la hipérbole, el exhibicionismo. Otros pueblos han proseguido su camino por derroteros diferentes, han profesado el eclecticismo y la grandeur: es como si cada ciudad buscara una voz, un timbre, las palabras adecuadas con que expresar lo que palpita en sus alcantarillas y experimentara con los edificios como prendas de un probador. Hace siglos que Andalucía encontró la ropa que mejor le sienta, y desde entonces no se desprende de ella. Cualquiera que en estos días se pasee por las aceras de una de nuestras urbes puede comprobar por sí mismo que, lejos de constituir un eximio cadáver, el Barroco sigue vivo y se pasea por las esquinas. Y no está sólo en la arquitectura: matiza la religión, el chiste, la conversación de las tabernas.
Consciente de la importancia de ese rasgo, la Consejería de Cultura de la Junta acaba de invertir 25 millones de euros en un proyecto titulado Andalucía Barroca, que persigue proteger de los estragos del tiempo las principales muestras de este estilo que asperjan nuestra geografía. La labor no es nimia: apenas existe localidad de este lado de Sierra Morena que no cuente con su basílica saturada de santos o un altar que induzca al vértigo al feligrés, por la exageración metódica de adornos, joyeles, volutas. Es justo dedicar una derrama generosa a preservar esa hemorragia de formas que tanto habla de nosotros mismos. Proclive al misterio, el arte barroco ni siquiera sabe con exactitud de dónde procede su nombre: Croce lo hace derivar del portugués baroco, que significa perla deforme o irregular. Quizá su definición más ajustada se halle en cierto prólogo de Borges que en ocasiones pronuncio entre dientes como bicarbonato contra cierta forma de escribir que se me repite igual que el ajoblanco: barroco es ese estilo que deliberadamente agota (o quiere agotar) sus posibilidades y que linda con su propia caricatura. Barrocos son, añade el argentino, los inicios de todo poeta, los lienzos primerizos del artista que aún no domina el pincel, las declaraciones de amor del adolescente que no maneja el álgebra confusa de sus sentimientos. Y ciertamente hay algo de infantil en este continuo afán de demostración, en la preferencia por los juegos de palabras y las lumbres de la pirotecnia y la confusión del mundo con un escaparate: algo con lo que los andaluces estamos familiarizados de sobra y que podemos encontrar con sólo subir a un autobús o sintonizar la televisión autonómica. Los técnicos de la Consejería de Cultura se afanan por remendar las desconchaduras de ciertas fachadas ante el temor de que la huella barroca desaparezca de nuestro suelo, lo cual es sencillamente imposible; barrocos son nuestros gestos, nuestra manera de pensar y la de organizarnos, si es que alguna vez llegamos a hacerlo: lo que quiere decir, según Borges, que solemos retorcer la vida hasta hacerla coincidir con su propia caricatura.
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