Los ideólogos del Carnaval
Parece que hoy, en nuestro país, los ciudadanos sólo estamos de acuerdo en dos cosas: una, que hay un exceso alarmante de crispación y enfrentamiento maniqueo en la vida pública; dos, que esta situación es mala para la convivencia y para el funcionamiento de la democracia. A partir del diagnóstico compartido, los doctores difieren en cuanto al reparto de culpas y sobre todo en el tratamiento a seguir para sanar esta dolencia. En este tipo de polarizaciones, lo realista es admitir que los adversarios contribuyen cada cual por su lado a echar leña al fuego, provocando uno con su exceso la reacción desmesurada del otro y así en lo sucesivo. Acepto este planteamiento, pero quiero señalar en cualquier caso que tiene más clara obligación el Gobierno de ganarse a la oposición que ésta de llevarse bien con el Gobierno. Si hoy el país está casi partido por la mitad (ya está bien de repetir el estribillo "el PP se queda de nuevo solo", porque están solos con sus diez millones de votantes, muchísimo más de lo que pueden reunir entre todos los partidos que apoyan al PSOE), habrá que señalar a la cabeza de los responsables a quien ocupa la responsabilidad máxima del Gobierno. Seguramente no carece de virtudes y aciertos el presidente Zapatero, pero falta en esa lista el haber sabido propiciar la cohesión armónica en asuntos fundamentales de la plural sociedad española.
Los ideólogos que en los medios de comunicación emprenden la defensa de la gestión gubernamental establecen como punto de partida que la oposición ataca desaforadamente al Ejecutivo porque no ha digerido su derrota del 11-M y quieren a toda costa su revancha, es decir, desalojarlo del poder (lo cual, por cierto, es lo que pretenden todas las oposiciones que en el mundo han sido, revanchistas o no). Como intentan ocultar los éxitos del Gobierno en economía o asuntos sociales -es interesante señalar que ni los más adictos mencionan nunca la política antiterrorista entre estos grandes logros-, el PP y sus adláteres acuden a proclamar falsedades como que "España se rompe" y "se han rendido ante ETA". A partir de ahí, todo vale, etcétera, etcétera. Claro que también es posible leer todo el cuento al revés y concluir que los servicios auxiliares gubernamentales convierten a todos sus críticos en una horda atroz de extrema derecha y vociferante nacionalismo español para evitarse la molestia de analizar detenidamente los errores cometidos en administración territorial y lucha antiterrorista.
De la versión de los ideólogos pro-gubernamentales, los lectores de este diario ya tienen abundante noticia. En otros medios no menos unánimes pueden familiarizarse con la de quienes culpan al equipo de Zapatero de las peores intenciones y las más viles complicidades. Pero como algún entusiasta de los vivas de rigor ha mencionado a ¡Basta Ya! entre los apoyos inestimables del PP en sus peores empeños satanizadores, voy a permitirme como miembro de ese colectivo exponer -a título personal- una versión de la situación política actual algo distinta a las más habituales... y extremistas. Hago esta última mención porque estoy convencido de que entre los ciudadanos que votan a unos o a otros hay posturas más matizadas y autocríticas de lo que dejan entender las declaraciones de los portavoces. A ellos me dirijo.
¡Basta Ya! es un colectivo nacido de la resistencia política y no meramente moral contra el terrorismo: es decir, que no sólo hemos condenado como tantas personas decentes los crímenes y la extorsión, sino que también hemos denunciado el nacionalismo obligatorio que se ha impuesto bajo el amparo del terror en el País Vasco y, por contagio oportunista, en otras comunidades españolas. Por ejemplo, yo no creo que la reforma del Estatuto catalán y después de los demás vaya a "romper" España como creen algunos apocalípticos. Lo que pienso es que ciertamente la empeora, agudizando desigualdades y mutuos recelos. Dejando aparte las desmesuras de la lunatic fringe separatista, que por cierto ha adquirido en los últimos años una magnitud política y mediática que para nada se corresponde con su peso electoral, los nacionalistas no quieren romper el país sino obtener privilegios dentro de él. No se trata de matar a la vaca sino de ordeñarla al máximo y durante el mayor tiempo posible, lo cual es incompatible con hacerla filetes y consumirla de una sentada. Es la tradicional estrategia del caciquismo hispano, que consistía en que unos cuantos tuviesen vara alta sin interferencias en la demarcación que convertían en su cortijo a cambio de apoyar al Gobierno complaciente en el Parlamento estatal. El nacionalismo que hoy padecemos -el de los nacionalistas propiamente dichos y el de quienes ante su ejemplo no quieren quedarse atrás-
es el viejo caciquismo, dotado de bandera y señas identitarias hipostasiadas. Como demuestran los resultados de los referendos estatutarios, es un proyecto que no entusiasma precisamente a la mayoría de la población en ninguna parte.
En el caso del País Vasco, que es el que más directamente nos afecta a los miembros de ¡Basta Ya!, puede constatarse que el nacionalismo obligatorio no ha decrecido con la disminución de los asesinatos -"sólo" tres últi-mamente-, sino que se hace más irremisible y opresivo. Quizá Patxi López, Egiguren o algunos otros cargos políticos vivan hoy más desahogadamente (aunque no hasta el punto de renunciar a sus escoltas, claro), pero la ciudadanía no nacionalista sigue viviendo en una semiclandestinidad de facto en todos los terrenos. No hay concesiones conciliadoras para ellos. ETB o Radio Euskadi prosiguen marginando las voces de los escritores, artistas o simples particulares que representan opciones e iniciativas distintas a las del régimen establecido. Las personas desafectas no pueden aparecer en público para tomarse una copa en gran parte de las poblaciones de su propio país, como no sea acompañadas por los GEO. De la protección que se les ofrece da idea lo que le ha ocurrido a Antonio Aguirre y demás miembros del Foro de Ermua frente a la Audiencia de Bilbao: aunque sean media docena contra mil, son culpables de haber enturbiado la pacífica manifestación cuyo único objetivo era presionar indecentemente a los jueces y demostrar que no hay nada, ni legal ni ilegal, por encima de la santa voluntad nacionalista. Ahora el tripartito vasco homenajea a las víctimas, siempre que ya hayan padecido martirio: hasta el día antes de matarles, eran meros crispadores (hoy mismo han detenido en el País Vasco a ocho etarras que se preparaban para hacernos pasar a unos cuantos de una a otra categoría). En los homenajes a las víctimas y en la educación para la paz que se dispone oficialmente (risum teneatis) se omite la mención a ETA, el reconocimiento de la licitud del compromiso político antinacionalista por el que fueron asesinados y se sigue predicando la existencia de un "conflicto" político, cuya resolución al gusto nacionalista es el primer y único requisito para acabar con la violencia. Mientras, el departamento de educación local prepara un plan que consagra al euskera como única lengua materna realmente reconocida en la CAV. ¿Reconciliación? Su mejor imagen la tenemos en la actual Korrika, financiada con dinero público y en la que, con el pretexto de potenciar la lengua, se exhiben todos los símbolos e imágenes del nacionalismo más radical. Un par de concejales socialistas de buena voluntad se avienen a tomar parte en el festejo y deben correr un trecho llevando detrás las fotos de quienes asesinaron a sus compañeros...
¿Se ha entregado ¡Basta Ya! a un nuevo fundamentalismo antigubernamental? Pregunto a mi vez: ¿alguien nos ha visto manifestándonos contra los matrimonios de homosexuales, o la Ley de Igualdad o la enseñanza laica y cívica? Si siempre hemos combatido contra la falta de libertades en el País Vasco y esa falta continúa, incluso agravada en algunos casos, ¿por qué debemos abandonar nuestras reivindicaciones y callar nuestra preocupación ante ciertas decisiones gubernamentales? Estamos acostumbrados a que se nos llame intransigentes y crispadores desde hace años, aunque gracias al movimiento cívico que impulsamos llegara a producirse el pacto antiterrorista y la ley de partidos. ¿Bloquea la exigencia de garantías y el rechazo de componendas al gusto de los violentos la paz o, lo que más nos importa a nosotros, el logro de la libertad? Conviene no olvidar que ahora, en la muy citada Irlanda, se ha llegado al armisticio no sólo merced al diálogo, sino también gracias a la suspensión de la autonomía y a la obstinación del denostado Ian Paisley, que finalmente ha conseguido que el Sinn Fein acepte la policía y la legalidad que negaba. ¿Está mal denunciar a los cínicos? Aunque ¡Basta Ya! no ha llevado flores a la plaza de la República Dominicana, no se extraña de que haya quien lo haga ahora y no hace veinte años, porque es ahora cuando se ha excarcelado al serial-killer De Juana Chaos. Hay que ser caradura para escandalizarse de algo tan obvio. Etcétera.
Schopenhauer inventó el dicterio de "criaturas ministeriales" para denigrar a los profesores más dedicados a justificar al Gobierno que a practicar la honradez intelectual. El atrabiliario don Arturo exageró aplicándolo a Hegel o Schelling, pero el calificativo es útil. Hoy puede dedicarse a esos ideólogos entregados a desenmascarar supuestamente a los críticos de la política antiterrorista del Gobierno, revelando con estrépito las máscaras carnavalescas de extrema derecha, reaccionarios y saboteadores de la paz que ellos mismos les han confeccionado. Cierto, vivimos una época de adhesiones inquebrantables y unanimidades a la soviética. Pero sólo puedo decirles una cosa: con ¡Basta Ya!, lo tienen claro.
Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.
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