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Columna
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En la carretera

La estadística siempre me ha producido terror. Un terror fruto de la melancolía de los grandes números. Inalcanzables y deshumanizados, son útiles desde los inicios de la sociología moderna para incrementar aún más nuestra prevención al ser humano y a formar parte de la especie. No hay otra explicación que valga para justificar que, según la Dirección General de Tráfico, en Galicia hay 1.405.000 automóviles censados, que puestos en caravana, a razón de los cuatro metros y medio de longitud media, nos llevarían de sobra hasta Moscú saltando como el barón rampante de capó en capó y aún nos sobraría chatarra para adentrarnos en Siberia.

He tratado de confirmar este dato porque me parecía incongruente y en la DGT me han repetido hasta la saciedad que responde al número de coches matriculados a fecha de hoy que todavía no han sido llevados al desguace, es decir, que siguen dados de alta por sus legítimos propietarios. Por consiguiente, un coche por dos gallegos y, habida cuenta de la media de edad del país, una deducción clara: o los conducen los muertos, que todo puede ser, o, habida cuenta del porcentaje de población en la tercera edad, los jóvenes tienen acceso a varios carros y cambian de neumáticos con la frecuencia de Fernando Alonso. Según la Comisión Europea, el parque automovilístico gallego genera anualmente unos 2,30 millones de toneladas de CO2, lo que, dicho en plata, viene a ser mucho más que la planta de la refinería Repsol en A Coruña o unas veinte veces más que la maloliente Ence de Pontevedra. Una barbaridad.

Son datos estadísticos que manejan organismos muy competentes en la materia y que están a disposición de todo el mundo y que me confirma una tesis bastante trágica pero al mismo tiempo elocuente: estadísticamente los gallegos, un poco menos los de zonas que viven de la pesca, confiamos demasiado en que la naturaleza es un inagotable recurso y pensamos que los ecologistas son una especie de secta de los últimos días que anda predicando el Apocalipsis del berberecho. Inmersos en esa dialéctica autodestructiva, con un parque de automóviles de lujo que incrementa a un ritmo de un 27% anual, con un litoral amenazado por el hormigón y una muy escasa capacidad de transformación de hábitos es muy probable que las condiciones de vida se vayan deteriorando y esa Arcadia verde que todos llevamos dentro se convierta en un enorme cementerio de óxidos y hierros retorcidos.

La peor parte de esta crónica negra que es siempre hablar de automóviles -lejos de todos esos anuncios de ¿te gusta conducir?- son esas 47 personas fallecidas en los dos primeros meses del año con un incremento con respeto del anterior de cuatro casos más, lo que indica a todas luces que no sólo no se está tomando conciencia medioambiental sino que se acelera hasta las últimas consecuencias dentro de una red viaria que tiene mucho más peligro que las curvas de Monza. No sé si deberíamos empezar primero por este parte de víctimas a llamar la atención sobre los desastres medioambientales o quizás, a partir de estos últimos, señalar el riesgo de una vida más acelerada y contaminada. En cualquier caso, resulta difícil bajar de la berlina a quien nunca la ha tenido y tratar de incentivar el transporte público en un tejido interurbano en el que casi todas las compañías han claudicado y ofrecen un pésimo servicio de horarios salvo en la vertical Coruña-Vigo-Coruña. No digamos el ferrocarril.

Atrás queda el momento en el que cada familia soñaba con un coche a finales de los setenta. La insaciable bulimia de los fabricantes y las bondades del sistema financiero casi nos garantizan uno por nacimiento en 2007. Pero, al mismo tiempo que hemos visto cómo en cada casa empieza a haber tres o cuatro coches, también hemos registrado en la memoria esas cruces que florecen en los arcenes de cualquier vía (no digamos de aquellas como la Padrón-Ribeira que alguien bautizó como "rápidas"). Esa sensación también forma parte de la educación medioambiental. No estamos en la piel de Steve McQueen (vive deprisa, muere joven), sino en una cultura que hasta hace poco elogiaba la lentitud de los bueyes y que medía el tiempo por la llegada de unos fantasmales autobuses de línea o la travesía marítima entre Vigo y Buenos Aires. No lo digo con nostalgia, pero no vendría mal hurgar en esa gran cámara lenta del recuerdo para humanizar un tiempo del que los últimos mártires del tuning y la autoemoción han hecho su propio himno litúrgico: "Fe en Dios e ferro a fondo".

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