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Reportaje:

El hombre al que las canciones se le vuelven himnos

Lluís Llach se despidió definitivamente ayer en Verges de 40 años de actuaciones masivas

"Sempre fidel al mateix gest / que em fa senyal d'un obsessiu camí. / Mai no em voldria esclau" ("siempre fiel al mismo gesto / que me convierte en señal de un camino obsesivo. / Nunca me querría esclavo"). Acaso este verso de Geografia, una canción de 1988 con la que Llach ha comenzado sus dos conciertos de despedida, el viernes y ayer, en Verges, la población ampurdanesa que le vio nacer hace 59 años, encierre el mensaje íntimo de este adiós. Para un tipo tímido como él, haber llevado a cuestas sobre los escenarios de medio mundo al personaje Lluís Llach no ha debido de resultarle fácil. Los tiempos de la transición fueron de iluminaciones y redenciones. A él le tocó oficiar de gran muftí de la contestación por una razón: todo cuanto canta, antes o después, se convierte en himno.

El rey Midas de la cançó quiere ahora comer y digerir a su aire, harto de tanta ingesta simbólica colectiva. Y se comprende que haya intentado retirarse en lo más íntimo. Es significativo que como cierre de los dos conciertos haya estrenado Verges 2007, un tema que habla de la sencillez, la ternura y lo bien que se está juntos en ese confortable pueblecito catalán. Intento vano, pues Llach ha vuelto a fracasar en su propio éxito masivo. De hecho, las enormes expectativas levantadas obligaron a programar un segundo recital (él quería dar sólo uno), las entradas se agotaron en horas y la televisión catalana retransmitió en directo el concierto de ayer. Uno no se libra así como así de su propio mito.

Porque el mito, precisamente, se define por lo colectivo. Hay que volver a escuchar el disco de los recitales grabados en enero de 1976 en el Palacio de los Deportes de Barcelona para darse cuenta de ello. Los que estuvimos allí aún olemos a los grises entrando en el recinto bajo una lluvia de improperios. Arreciaban los gritos de "amnistia i llibertat", se pedía la excarcelación de los presos de la Modelo, se encendían mecheros votivos y se hablaba a base de perífrasis, como en las iglesias. Eso sí, vaya unos medios técnicos que gastaba la época: mala toma de sonido, mala mezcla, arreglos justitos, afinación aproximada. No importaba nada, lo que contaba de verdad era sentirse pueblo y eso sucedió cuando a Llach se le quebró la voz y todos nos pusimos a cantar: "No em sap cap greu / dur la boca tancada, / sou vosaltres qui heu fet / del silenci paraules" ["no me sabe mal / llevar la boca cerrada, / sois vosotros quienes habéis hecho / del silencio palabras"]. Milagro, nos sabíamos la letra, la de Silenci tanto como la del Bandoler, La gallineta o L'estaca (tema por cierto que el viernes por la noche no cantó, pero que el público coreó cuando él ya había abandonado el escenario). Al año siguiente, 1977, publicó el disco Campanades a mort, tremendo J'accuse sobre la matanza de cinco trabajadores en Vitoria, el 3 de marzo de 1976, y que el año pasado, 30 después de los hechos, Llach volvió a interpretar en la ciudad vasca. Pero aquel disco contenía también Cançó d'amor, un tema intimista y doloroso en que el poeta hablaba de la homosexualidad, algo nada fácil en 1977. Pues bien, también esa canción, sin ánimo alguno de grandilocuencia, se convirtió en him-no primerizo de la liberación gay.

Lluís Llach puede dejar los escenarios y abrirse nuevos caminos -asegura que seguirá componiendo-, pero lo que ya nunca podrá lograr es que sus canciones dejen de ser himnos. Su Estaca lo fue del sindicato polaco Solidarnosc y lo sigue siendo del equipo de rugby de Perpiñán. A esa canción le ha ocurrido lo mismo que a La marsellesa: muchos no saben por qué, ni cuándo, ni dónde fue escrita, pero la siguen cantando porque la identifican con la libertad. Un honor que merecen muy pocas canciones.

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