Veleidad y velocidad del viento
En la Naturaleza, después de la inundación, el viento constituye lo que mayor miedo despierta. La erupción del volcán o el terremoto son igualmente pavorosos pero poseen un carácter ilustre que convalida su quehacer. La inundación y el viento, por el contrario, son abrumadoramente vulgares, carecen de la traza que caracteriza a las maldiciones y no conocen el porte de una acción teologal presente en una demarcación geográfica donde pueda reconocerse la intención de Dios.
El viento, y también la inundación, son fenómenos masivos y acéfalos. Se expanden como pandemias y sus efectos hacen temer una catástrofe sin nombre, la exhibición del desorden por el desorden, de la destemplanza o de la cólera sin otro objeto que la arrogancia gratis.
Al viento corresponde la mayor abstracción y, en consecuencia, la fenomenología de una voluntad pura, ineluctable por indescifrable, incontenible por su indefinición.
El viento no se puede pesar ni abrazar. Imposible de medir en longitud o en peso, sólo se define por la velocidad. Velocidad, además, no de una composición dura, mefítica o vírica, sino inodora e inmaterial como el mismo aire. En la inundación incluso, el agua procede de otro lugar que nos invade y nos cubre. Nuestro territorio se ve tomado por una sustancia que siendo extraña ataca a nuestro ámbito y lo trufa de su masa y su poder.
Pero el viento, ¿de dónde viene realmente el viento? Más que constituir una fuerza exterior que llega amenazante, el pavor que provoca nace de experimentar la frenética agitación de la propia atmósfera.
El aquietado panorama de días y meses se ve cruzado de viajes turbulentos y el presente sacudido por convulsiones sin cabeza tal como si la locura íntima del mundo se entregara al gozo de su demencia. El viento enloquece tanto como representa la locura interna de lo Natural, vómito transparente de la vida sin cerebro, explosión indolora de un cosmos sin regla. El desequilibrio crea viento y el viento alcoholiza la razón y su reglamento. El viento no se ve, sólo se ofrece como la causalidad limpia y pura.
Todas las conclusiones recientes sobre los efectos de la contaminación industrial sobre el cambio climático brindan una consolación básica. Si los cambios climatológicos pueden atribuirse a la acción humana, la acción humana decidirá sobre las clases de tiempo. De este modo, bajo la culpabilidad del progreso se reconoce la capacidad del progreso para beneficio o perjuicio de la Naturaleza. El mal clima sólo será de verdad temible si se acepta como una fatalidad ingobernable porque en tanto dependa de nuestra conducta continuará perteneciéndonos.
Más aún: los análisis sobre la alteración de las estaciones, los grados de la temperatura o el nivel de los mares son magníficas noticias si correlacionan con la actuación humana porque así se devuelve a la especie la mitología de su demiurgia. Por el contrario, lo insoportable sería que los fenómenos ocurrieran al margen de nuestra intervención o hasta a pesar de ella.
Finalmente, el implacable viento de estos días, ¿puede entenderse como un desquite de lo impredecible, la victoria de lo invisible sobre la previsión, el fracaso de la predestinación informática?
En verdad, a la vez que se marchita la fe en nuestros cálculos se recobra el tono del espectáculo natural en vivo. Sin pronóstico cierto arriesgamos la siembra, la cita y el viaje pero, también, ¿cómo soportar un ámbito todo obediente a los vaticinios? La profecía de un suceso es el suceso de la profecía y en la ambición de los meteorólogos bulle una ecuación semejante. Más allá, sin embargo, reina la discrecionalidad y aún más lejos de nuestros deseos parpadea la aparición de lo indeseado. Unas veces bajo la calma de lo más indeseable y otras incluso con la ventosa gloria de algunos milagros.
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