La tentación pirotécnica
Ocurre siempre. Después del fragor viene la calma. Lo sabemos bien los valencianos, que un año más lo experimentaremos esta noche, cuando las llamas consuman el estrépito acumulado y den paso a la quietud, a la serenidad aliviada de un cansancio que se sedimenta a la vez en los huesos y en el alma. Somos, en eso y en más cosas, un pueblo tan ingenuo como vicioso, fácil de distraer con los encantos de los fuegos artificiales.
De ahí que en las multitudes que se mueven como una marea ingente unos días al año por la ciudad y que ahora se detienen, y ahora se estremecen, y más tarde observan con asombro infantil el esplendor volátil de la pólvora, se perfile una escena engañosa que algunos han querido leer como un arcano, como una metáfora sustancial o un signo de identidad irremediable; la llave, en definitiva, para gobernarnos.
Por eso, y por nada más, se prolongan la fiesta y su desorden, el barullo arbitrario se demora y el exceso se pega a nuestras plazas con la pretensión insidiosa de no marcharse nunca. No es casual. Alguien ha decidido, ante el estupor creciente del vecindario, que la pirotecnia y sus destrezas contienen la fórmula ancestral de un poder que nunca salda cuentas.
Agazapados bajo los estallidos deslumbrantes, emboscados entre las estridencias clamorosas, camuflados tras los himnos y las ceremonias, ciertos protagonistas de la vida pública tejen torpemente una estrategia elemental: la de extremar el gesto y la retórica, forzar el argumento, deformar el sentido y escamotear con ello la presencia compleja de una sociedad moderna.
No procede, por tanto, sólo de la proliferación enfática de los rituales antiguos de la tribu la sensación extenuante que impregna como una marea nuestra vida pública. Hay un ritmo de traca, de mascletà, de castillo de fuegos artificiales en la evolución de nuestras instituciones, como hay ademanes culpables de corruptor en quienes las dirigen con provecho.
En medio de ese juego lamentable, una vez más, alguien intentará, este año de elecciones más que ningún otro, que las Fallas, con su efecto narcótico, su proliferación estentórea de banalidades, su inanidad colectiva y su patriotismo de cartón piedra, perduren más allá de marzo. Lo intentarán, sin duda, hasta que hallen respuesta a una pregunta: ¿Cuándo se cansará la calle y dejará de prestar atención al simulacro?
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