'Adéu, Espanya'
En Roma, hace ya casi una década, Pasqual Maragall pensaba, no sé si con ilusión o por obligación, en su próximo destino: Cataluña y la Generalitat. Ya había dejado la alcaldía y aparecía como el sucesor natural, aunque opuesto, de Jordi Pujol. Felipe González pasó por allá y se entrevistó con él. Maragall le habló de España y le transmitió su mensaje: lo que necesitamos es un "federalismo asimétrico". El ex presidente de Gobierno dicen que replicó: "Pasqual, esto no puede funcionar. A los españoles les cuesta mucho entender un concepto abstracto. Dos a la vez es imposible". No les garantizo la exactitud de la anécdota, pero si como decía Bloch lo real no es en muchos casos verdadero, en éste el diálogo, aunque no fuera real, no tal como les cuento, sería verdadero.
La reciente historia de la España democrática demuestra que fuera de Cataluña no entienden o no comparten el federalismo ni los que dicen que lo son o lo aceptan, y lo de asimétrico, es decir, la adecuación del derecho político a lo diferencial como propio de las nacionalidades, despierta las furias de la "España de la rabia y de la idea", que lamentablemente va mucho más allá de la extrema derecha que moviliza el PP.
Las vicisitudes del Estatuto en otro país merecerían una lectura inteligente por la clase política del Estado, se interpretaría como un acto de adhesión a un proyecto de país compartido. El proyecto de Estatuto aprobado por el Parlament permitía una lectura federalista, integradora y válida para el conjunto del Estado. Pero no sólo provocó las iras de una derecha neofranquista, sino que incluso el PSOE, partido que se califica de federalista, se alarmó ante la audacia autonómica catalana y mediante cepillados y planchados lo hizo tan presentable que ha servido de base a reformas estatutarias promovidas por los dos partidos de talante españanohaymásqueuna. Sin embargo, no es suficiente, parece que en el fondo lo que molesta no es el Estatuto, sino la existencia misma de Cataluña.
Ahora nos encontramos con la farsa del Tribunal Constitucional, que mediante tretas, trampas y flagrantes incoherencias se prepara para declarar inconstitucional todo lo que en el Estatuto supone un avance hacia el federalismo o una autonomía política real y verdadera. El Gobierno, mediante las alegaciones presentadas, ofrece una interpretación que, a través de la prioridad absoluta y la voluntad expansiva de la legislación orgánica, reduce a mínimos la posibilidad de desarrollar políticas públicas específicas en Cataluña. Es posible que así se evite la crisis política temida por el Gobierno, es muy probable que el resultado final sea algo así como según la expresión francesa la montagne qui accouche une souris. Es decir, nos prometieron el monte y nos otorgan un ratón.
Con ello sólo cabe concluir el fracaso de la intención expresada en el pasado por Maragall de querer desde Cataluña impulsar un proyecto de renovación para España. Parece como si gran parte de las élites políticas españolas, las vinculadas a los centros de poder del Estado especialmente, quisieran provocar el auge del independentismo catalán cerrando las puertas a cualquier evolución federalista y atizando reacciones irracionales contra Cataluña. A esta España, superestructural pero real, falsa en su pretensión de representar al conjunto del país, pero fuerte en su fundamentalismo centralista y uniformista, a esta España hay que decirle adéu. No se trata de cortar puentes, ni relaciones, ni acuerdos posibles. Pero tampoco podemos desgastarnos proponiendo ideas renovadoras, ni proyectos integradores, ni colaboraciones leales, pues así alimentamos el fundamentalismo españolista que utiliza nuestra voluntad de compartir la construcción de un país para denunciar rupturas imaginarias y reforzar el más rancio centralismo.
Este centralismo no es pura ideología, sino también defensa de privilegios de clase o de cuerpo, de intereses particulares, de concepción del país como cortijo del cual son dueños. La señora Aguirre, Esperanza, cuando teme que una empresa salga de España porque la quiere comprar otra compañía de origen catalán, nos recuerda a la tontita esposa del ministro de Franco almirante Nieto Antúnez. En el palco y en presencia del caudillo, ministros y los presidentes del Real Madrid y del Barça, que acababan de disputar una final de Copa que ganó el Barça, se lamentó: "Los españoles hemos perdido". Creo que la señora Aguirre no es tan bruta como la de Nieto, lo que teme es que empresas en las que ella y sus familiares y amigos no están presentes participen del pastel público-privado. No lo olvidemos, el centralismo es también un negocio para muchos que levantan la bandera para cuidar mejor su cartera.
A la Generalitat actual, a su Gobierno, me atrevo a sugerirle que defienda el Estatuto y lo desarrolle sin aspavientos, sin declaraciones espectaculares, con la ley en una mano y en la otra la iniciativa para promover políticas públicas en Cataluña que marquen la diferencia y nos prestigien ante la ciudadanía del resto de España. No es el momento de proponer desde aquí proyectos para España, sino de realizar proyectos visibles en nuestro territorio. Intuyo que es el camino que se ha emprendido. Dejemos la retórica y la metafísica, pero avancemos en nuestras capacidades para progresar en infraestructuras ferroviarias y aeropuertos, recursos y competencias para las políticas sociales y para la vivienda, en protección de los derechos de todos los que sufren alguna exclusión o discriminación, en la innovación política para que la democracia arraigue en nuestra realidad.
Por este camino abriremos otras puertas en el resto de España. Con la España de los ciudadanos, con los trabajadores y los intelectuales, con los empresarios y los profesionales, con los demócratas de todos los colores. Por encima o al margen de reductos políticos y mediáticos que alimentan la irracionalidad de los prejuicios y los miedos y los odios mediante las mentiras. Que nos conozcan y nos juzguen por lo que hacemos, no por lo que proclamamos. Cataluña fue un referente en la España de las décadas de 1960 y 1970 por la seriedad de nuestro trabajo y nuestro combate democrático aquí. Reduzcamos a lo indispensable nuestra relación con la España oficial, real pero ficticia, que nos indigna y nos hace hispanoescépticos, para conectar mejor con la España verdadera, la de sus gentes, nuestros hermanos.
Jordi Borja es politólogo.
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