Ava Gardner, más mito sexual que nunca
A las órdenes de la Metro Goldwyn Mayer y a lo largo de muchos años, Al Altman había entrevistado a cientos de aspirantes a actrices o modelos, jóvenes guapísimas en su mayoría, que estaban dispuestas a cualquier cosa para alcanzar la fama en Hollywood. Precisamente su trato cotidiano con tantas mujeres espectaculares había inmunizado de algún modo a Altman frente a las tentaciones de un cuerpo femenino. Esto fue así hasta que en el verano de 1941 apareció una muchacha de 19 años, procedente de un pueblo de Carolina del Norte, que respondía al nombre de Ava Lavinia Gardner. Más de seis décadas después, la hija de Altman, Diana, confesaba al periodista Lee Server, autor de una monumental biografía sobre la actriz, Love is nothing, que se publica ahora en España con el título de Una diosa con pies de barro: “Mi padre no era de los que suelen hablar de lo guapas que son las mujeres ni nada por el estilo, pero siempre decía que Ava Gardner era la mujer más bella que jamás había visto”.
Ava Gardner aprendió todo tipo de técnicas sexuales para que así ningún hombre la dominara en la cama
Esta opinión de un experimentado ojeador de guapas coincide con las impresiones que fueron desgranando, con el paso del tiempo, actores, directores, periodistas, fotógrafos, artistas, músicos, camareros, bailarines, guías turísticos o toreros, como Mario Cabré y Luis Miguel Dominguín, que durante sus años de residencia en España tuvieron la fortuna, y con frecuencia también la desdicha, de cruzarse en su camino. Además, aquella mujer salvaje y cariñosa, imprevisible y encantadora, que se convirtió en una divinidad y a la que desearon millones de hombres en todo el mundo, disfrutó siempre de la compañía masculina, bien fuera en la cama de un hotel, en la mesa de un restaurante, en el sofá de su casa, en un plató o en un coche. Por ello los estereotipos de mujer fatal o de devoradora de hombres se quedan cortos a la hora de analizar la trayectoria de aquella estrella, nacida el día de Nochebuena de 1922 en una zona rural del sur de Estados Unidos, hija pequeña de una familia numerosa en la que el padre era granjero y la madre regentaba una pensión para maestras, y que iluminó las pantallas del mundo entero con películas como Forajidos, La condesa descalza, Mogambo, 55 días en Pekín o La noche de la iguana. El biógrafo Lee Server, que ha dedicado cuatro años a escribir su libro, define a Ava como “el gran mito sexual de los años cuarenta y cincuenta, una auténtica diosa del amor”. “Ella fue una mujer fatal no sólo en la pantalla, sino también en la vida real, una fuerza irresistible y destructiva que hizo enloquecer a multitud de hombres”.
Poco después de llegar a Hollywood, donde Ava pasó a engrosar las filas de actrices de serie B, una categoría en la que podían permanecer indefinidamente hasta que en muchas ocasiones arrojaban la toalla, la meritoria de Carolina del Norte, que vivía con su hermana Bappie tras haber pasado unas pruebas fotográficas en Nueva York, conoció a Mickey Rooney en una fiesta. A pesar de ser bajito, narizotas, bocazas y un punto hortera ?en una palabra, la antítesis de un galán?, Rooney era en los comienzos de los años cuarenta el actor mejor pagado de Hollywood porque sus interpretaciones de joven desenfadado y sanote en la serie de comedias dramáticas del juez Hardy le habían concedido una popularidad sin precedentes en la pantalla. Su carisma le había permitido aparecer, en todas sus películas, como el honesto símbolo de una América en la que soplaban vientos de guerra. Como les ocurriría después a tantos otros compañeros de profesión, Mickey se sintió fascinado por la bellísima veinteañera hasta tal punto que llegó a desafiar al mismísimo Louis Mayer, todopoderoso y moralista magnate de la industria, que se opuso al deseo del actor, símbolo de una juventud modélica, de casarse con una explosiva provinciana, morena de ojos verde esmeralda. A Rooney le toleraban vicios privados, pero tenía que mantener sus virtudes públicas. De cualquier modo, antes del pulso con Mayer, el cinematográfico hijo del juez Hardy tuvo que insistir, una y otra vez, con Ava, hubo de seducirla con caros regalos, con atenciones constantes y con una simpatía arrolladora que compensaba sus carencias de atractivo físico. Al fin, Mickey venció las iniciales resistencias de Ava y la pareja se casó el 10 de enero de 1942. La espera había valido la pena porque Rooney comprobó que la joven actriz era virgen, se dejaba instruir en los secretos de alcoba y la luna de miel fue para él “una sinfonía de sexo”. Ahora bien, del otro lado de la cama, ella reconocería años después a Ann Miller las, en apariencia, insospechadas cualidades de su marido-instructor: “No te dejes engañar por el muchachito. Se conoce al dedillo todos los trucos”. Educada en una cultura puritana y rural, donde el sexo se asociaba al pecado, la actriz pronto se entusiasmó con las pasiones sexuales hasta el punto de que, ya en la cumbre de su fama, confesaría al periodista Radie Harris que, poco después de aquella luna de miel, ella comenzó a desarrollar una actitud más activa y agresiva. “Con tanta técnica”, según cuenta Harris, “que ningún hombre volvería a dominarla de nuevo en la cama”.
Mientras su carrera cinematográfica avanzaba de forma vacilante, pese al decidido respaldo que ahora le prestaba su influyente marido, Ava empezó a cansarse de Rooney, que pasaba mucho tiempo fuera de casa y que estaba lejos de renunciar a otros escarceos amorosos. Los papeles de la actriz no iban más allá de breves apariciones hasta que en 1947 llegó Forajidos, donde dispuso de un rol protagonista y compartió cartel con su admirado Burt Lancaster. Y en eso apareció en escena el multimillonario empresario, aviador, productor de cine y experto seductor de artistas Howard Hughes, que se encaprichó de la todavía señora Rooney, a la que colmó de agasajos y de todo tipo de imaginables caprichos que incluían viajes en avioneta, joyas costosísimas o extravagancias sin fin con tal de quebrar la voluntad de Ava, que nunca llegó a fiarse del magnate. Muy acostumbrado a comprar todo lo que se le antojase, Hughes coleccionaba mujeres hermosas como si fueran jarras de porcelana, pero esa táctica no dio resultado con la indómita sureña. Nunca estuvo la Gardner enamorada de Hughes, aunque mantuvieron una disparatada amistad, a veces salpicada de episodios violentos, una constante en las relaciones de la actriz con sus parejas. Ahora bien, el amor loco que Ava despertó en Hughes, que llegó a pagar empleados para que la espiaran noche y día, ofrece un poco el termómetro de las pasiones arrebatadas que la actriz despertaba en los hombres.
Aunque su matrimonio con Rooney naufragaba sin remedio, el actor ejerció como Pigmalión de su esposa durante mucho tiempo hasta el punto de que siguieron manteniendo relaciones sexuales, de tanto en tanto, ya una vez separados. En muchas ocasiones, ella no rompía del todo los vínculos con sus antiguos amantes, de forma que reaparecían, una y otra vez, en su vida bien porque Ava los buscaba o bien porque ellos no podían prescindir de la fascinante actriz. Odiaba mucho dormir sola y, en más de una ocasión, declaró que invitaba a gente a compartir su cama para evitar la soledad, una actitud que le ocasionó más de un grave problema cuando sus ocasionales compañeros no se conformaban con el papel de oso de peluche humano y querían hacer el amor con la diosa. Al contrario de la cansina insistencia de Hughes, el músico Artie Shaw, que más tarde sería el segundo marido de Ava, empleó una táctica bien diferente que consistió en tratarla como una buena amiga hasta que ella ardió en deseos de conquistarlo y de llevárselo a la cama. No obstante, cuando ya habían pasado por el trámite matrimonial, la veneración intelectual que ella sentía por un músico famoso e ilustrado se convirtió en una distancia insalvable porque Shaw, pasados los fulgores del sexo, la contemplaba como a una pueblerina inculta y perezosa. Artie Shaw, entonces en la cumbre de su gloria, manifestó poco después de conocerla: “Era una diosa. Me quedaba mirándola fijamente, literalmente maravillado”. Poco después la despreciaba por leer novelas rosas de una escritora llamada Kathleen Winsor, con la que, ironías de la vida, Artie Shaw se casaría más tarde. La Gardner no dejó de sonreír maliciosamente a propósito de ello.
Así pues, tampoco funcionó el matrimonio con el músico, y la actriz buscaba cada vez más en el alcohol, en todo tipo de bebidas, desde el vino hasta los aguardientes pasando por el whisky, la ginebra o el vodka, las fuerzas necesarias para superar los reveses amorosos y vencer sus inseguridades como intérprete. Entre romances constantes con compañeros de reparto como David Niven, Kirk Douglas o Robert Taylor ?que, por cierto, mantenía en casa de su madre sus encuentros amorosos con Ava para guardar discreción?, o con políticos como John F. Kennedy, por aquel entonces conocido como el hijo del embajador en los círculos de Hollywood, apareció el cantante y actor Frank Sinatra, un católico pendenciero, amigo de mafiosos y que mantenía la clásica doble moral de esposa y amantes. Encumbrada ya a la categoría de estrella, Gardner protagonizó en 1948, con 26 años, Venus era mujer, y para ofrecer la imagen de su belleza, los publicitarios de la Universal dieron a conocer las medidas que explicaban la adoración por la diosa: 90 de busto, 60 de cintura, 86 de caderas, 32 de cuello, 48 de muslos, 33 de pantorrillas y 19 de tobillos. Esas medidas encontró Sinatra cuando inició una de las más tormentosas y apasionadas relaciones que recuerda la historia del cine. Ejemplo de amor loco y enfermizo, la relación de Frank y Ava, calificada por muchos como el romance del siglo, se concretó en matrimonio entre 1951 y 1956, pero antes y después sufrieron o disfrutaron, nunca se sabe, de broncas y reconciliaciones, insultos y deseos incontenibles, llamadas a miles de kilómetros de distancia y desprecios cara a cara. Una historia real digna del melodrama más exagerado de Hollywood. Ambos tenían temperamentos muy fuertes, eran capaces del amor más desenfrenado o del odio más feroz, siempre de sentimientos sin medida.
Skitch Henderson, que dirigió la orquesta de Sinatra, recuerda: “Frank estaba totalmente obsesionado con Ava. Total y locamente enamorado. Ahora, en cierto modo, es un romance legendario, pero debo decir que en la realidad era incluso más fuerte. Él estaba dispuesto a hacer lo que fuera por Ava”. Ella siguió escuchando, sola o con amigos o amantes, las canciones de Sinatra allá donde estuviera, en Madrid, en Nueva York o en Londres, donde murió la actriz, en 1990, acompañada sólo por su fiel empleada Carmen Vargas. Sin embargo, los celos y las rivalidades solían llegar hasta tales extremos que Sinatra simuló suicidios en más de una ocasión. En una de ellas, el pretexto fue una disputa por Artie Shaw, con el que Ava mantenía una buena amistad pese a que el músico estaba casado, y que originó que Frank disparara contra el colchón en la habitación contigua a la de ella en un hotel de Nueva York. Cuando Ava gritó su nombre y se acercó a la cama, vio humo junto al cuerpo de Sinatra, tendido boca abajo. Él le sonrió siniestramente y dijo: “Hola”. “Maldito seas”, le replicó una indignada Ava que, no obstante, unos minutos después se abrazaba a Frank y se acurrucaba para compartir el lecho.
A propósito de historias amorosas, la actriz Marge Champion, que compartió cartel y amistad con Ava en Magnolia, ofreció muchos años después un retrato de la estrella: “Era sencilla, honesta y genial. La gente siempre solía infravalorarla. No sólo era la mujer más hermosa, sino que además era muy lista con respecto a muchas cosas y tenía un instinto para saber lo que era bueno para ella, salvo en cuestión de hombres. Era de esa clase de personas que siempre se están saltando las reglas”.
‘Ava Gardner, una diosa con pies de barro’, de Lee Server (editorial T&B), sale a la venta la próxima semana.
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