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Entrevista:

José María Pou: Lobo teatral solitario

Jesús Ruiz Mantilla

Hay actores que saben seducir al público por la cabeza. Los hay también que te conquistan surcando los rápidos de un río hacia la catarata del corazón. Después están los viscerales, los que te convencen dirigiéndose principalmente al estómago. Pero aparte de todo eso, existe otra estirpe rara, insólita, impagable, que sabe agarrarte por las tres partes. A ésa pertenece José María Pou (Mollet del Vallès, Barcelona, 1945), ese artista dedicado en cuerpo y alma a rebuscar en el difícil camino de suplantar la vida de otros todas esas verdades que deben ayudarnos a vivir.

Se niega a elegir caminos fáciles y obras confortables. Entre los cineastas se lo rifan para papeles fetiche, como aquel cura paralítico que quería convencer a Ramón Sampedro de que no se suicidara en Mar adentro, de Amenábar, y mantiene una fascinante conversación metafísica con él en el hueco de la escalera. Se hizo popular con su papel de comisario gruñón que escondía un gran corazón camuflado en la serie Policías, y con él ayudó a dignificar la interpretación en un medio donde priman las vorágines impartiendo una clase semanal de rigor y sobriedad.

"La cabra', en esta obra, representa lo irracional, eso que se manifiesta en nuestras vidas y puede destrozarlas"
"El sarcasmo es la capacidad de encontrar tu propio camino de supervivencia, de hacer que las cosas te duelan menos"
"He soñado con que los actores arrojamos al público signos de interrogación y que éste se los mete en los bolsillos"

Sin embargo, es en escena donde se ha labrado desde 1968 una carrera ejemplar. Últimamente ha sido Rey Lear; también formó parte de la tríada que más éxito ha cosechado en el teatro español contemporáneo junto a Carlos Hipólito y José María Flotats, ensimismados frente a una tela blanca que no sabían muy bien cómo juzgar, en esa pequeña joya que es Arte, de Yasmina Reza. Fue de los pioneros con Marat-Sade, de Peter Weiss, que se repone estos días con Animalario en el Centro Dramático Nacional, y de la que él fue valedor adelantado a finales de los sesenta en Cataluña. Entonces le miraban raro. “Me consideraban un intelectual”, asegura Pou, sentado en el bar del hotel Palace, en Madrid, donde hemos arreglado una cita para hablar de sus pasiones y sus devociones, esas que guarda bien enfundadas entre las costuras de su corpachón largo, al que abriga con una vistosa y lucida chupa de cuero.

También habla con franqueza de su gran momento. De ahora, cuando este actor eminente ha llevado los límites de la provocación hacia otra dimensión desconcertante que se vive como una auténtica tragedia surreal desde la butaca. Se trata de la versión impactante de una obra tan salvaje como La cabra o ¿quién es Silvia?, de Eduard Albee. Una pieza que el autor estadounidense ha celebrado con una esperanza un tanto envenenada de ese sarcasmo que domina a la perfección declarando: “¡Por fin he escrito la obra con la que me expulsarán del teatro americano!”.

A José María Pou, en cambio, le va a pasar lo contrario. Que se afianzará como uno de los iconos de la escena europea con los aplausos que cada noche recibe esta temporada en el teatro Bellas Artes de Madrid después de haber triunfado a lo grande en Barcelona con el drama de este hombre chic, arquitecto reputadísimo, que se enamora de una cabra con mirada tierna. Dice Pou que tanto él como los que le acompañan en escena ?Mercé Aranega, Álex García y Juanma Lara? sudan y sufren para recrear esta auténtica catarsis. “Es una obra con la que después no puedes irte tranquilamente a cenar a un restaurante”, confiesa el intérprete, consciente de que en estos tiempos ésa no es una definición digna del marketing imperante. Pero también sabe que todavía le quedan muchas alegrías con las que endulzar algo la amargura y los puñetazos que recibe en cada función al tener que representar este ácido radical y sin miramientos que todo el reparto esparce entre los espectadores y que le ha valido a Pou estar designado para cuatro premios Max este año. Se entregarán el 16 de abril, y el artista catalán compite como mejor director, mejor actor, mejor productor y mejor adaptador. Sin duda, éste es su año. Éste es el año de Pou.

Parece que a medida que pasa el tiempo, en vez de templarse, se electrifica. He ahí ‘La cabra’ para demostrarlo.

En esta obra es necesaria la visceralidad. Seguramente se podría hacer de manera más fría, como un estilete de precisión, pero creo que es fundamental otra cosa. Les decía a los actores que ésta es una función que no se puede salir simplemente a decir, sino que hay que vomitarla, contarla desde lo más bajo de las entrañas.

No me espante al público, hombre.

Eso es algo que les sorprende. Quizá tenemos a unos espectadores demasiado acomodados en la rutina, al pasatiempo, a actores que dicen el texto de memoria. Aquí, el público siente la necesidad de esperarte a la salida. El otro día, unas señoras me decían que durante el segundo acto habían sentido pudor porque les parecía todo de verdad, que se habían colado en el salón de nuestras casas y habían asistido a una pelea de los anfitriones. Se habían olvidado de que estaban en el teatro. Me parece fantástico que te digan eso.

Pero esa cabra, ¿qué es? ¿Nuestro lado más oscuro?

Es lo irracional, eso que no llegamos a conocer casi nunca, que se manifiesta en nuestras vidas y puede llegar a destrozarlas.

Son todavía más inexplicables las reacciones que genera. El amor mismo, los celos también.

Bueno, claro. Más que el amor, el enamoramiento, que se dice que es una reacción química incontrolable. Por eso Albee ha querido colocar la historia entre gente de alto nivel intelectual y social. Ese comportamiento se da por justificado en sociedades rurales, pero no en el entorno de una persona con éxito, en la gran urbe. Para que ese hombre se pregunte a sí mismo qué coño le pasa en plena crisis de los cincuenta. Él ve en la cabra la ingenuidad, la pobreza, la inocencia, todo eso que ha perdido, que ha sacrificado en aras de su éxito. ¿Hasta qué punto ese hombre en la cumbre de sus logros no está deseando purgar por ellos? Aniquilarse a sí mismo, no continuar? No tanto en hacer el amor con una cabra, que no es más que una caída al abismo, sino en la necesidad de confesarlo.

Pura autodestrucción.

Yo creo que sí.

Ha hecho usted toda una inmersión en este texto. La adaptación, la dirección, la interpretación. ¿No tiene miedo a obsesionarse?

Yo vi la obra en 2002 en Nueva York. Fue olfato. He seguido siempre mucho el teatro de Albee, esa mezcla de absurdo con elementos del teatro más convencional. Sigue la estela de los grandes norteamericanos, de Millar, de O’Neill, pero ha sido el único que ha sabido meterle absurdo para conseguir una alteración del orden establecido en el público. Con él hice ya en la escuela de arte dramático un ejercicio sobre su obra Historia del zoo. He visto en Estados Unidos casi todo lo que no se ha estrenado aquí, que ha sido poco, salvo ¿Quién teme a Virginia Woolf? o Tres mujeres altas, que hizo Jaime Chávarri hace tiempo. Con La cabra, Albee volvió a estrenar en Broadway, después de muchos años fuera de los circuitos mayoritarios, así que me dije que ahí podía haber algo, me cogí un avión y me fui a verlo. Compré mi entrada, me senté, y eso fue muy bueno porque me vi uno más entre el público. Salí conmocionado, borracho por lo que acababa de ver, y sentí la necesidad de compartir esa sensación, algo muy personal, más allá de hacerlo en teatro con unos actores maravillosos, era compartir lo que yo había experimentado como espectador. Es como viajar solo y querer volver para contarlo.

¿Se puede ser actor y espectador, entonces?

Yo sí, en mi caso creo que soy un buen espectador. Sé separar muy bien el aspecto profesional del otro. Me siento en una butaca como el espectador más agradecido, no hay deformación. Así que ese viaje brutal por la emoción y por la sorpresa me impactó.

Es una pieza cuya principal arma es el lenguaje, preciso, hiriente. Se convierte en espectacular el duelo de diálogos. Como una montaña rusa de agravios.

Exacto. Esta función es absolutamente impredecible. Digerimos tanta novela, tanto cine, que nos sorprendemos ante pocas cosas. Muchos días me gustaría parar la función y hacer una encuesta para preguntar: ¿qué cree que va a pasar a continuación?

Hay una constante descripción de la desolación en el teatro que vemos últimamente. La desolación moral, en piezas como ‘Plataforma’, y la desolación sentimental, en otras como la suya o en ‘Closer’. ¿Qué nos pasa?

Estamos solos y desarmados.

Y contra esa desolación siempre se emplea un mismo arma: el sarcasmo. ¿Por qué?

Es algo propio de seres inteligentes y lúcidos.

Pero nunca se había desarrollado como hasta ahora. La ironía sí, pero tanto sarcasmo, ¿no le inquieta?

El sarcasmo es la capacidad de encontrar tu propio camino de supervivencia. De tratar de que las cosas te duelan menos y convertir el sufrimiento en algo más llevadero. Cada uno ha elaborado su propia capacidad de sarcasmo. La ironía es sentido del humor afilado e inteligente; el sarcasmo es mucho más. La ironía es algo intelectual, el sarcasmo es visceral. Es una manera de que no se nos salgan las tripas como a un soldado en guerra.

Más en un ambiente ‘progre’ como en el que viven los protagonistas de ‘La cabra’, que son muy avanzados, pero no hacen más que reprimir sus emociones. Qué paradoja, ¿no?

Ése es un peaje a pagar por el hecho de llenársenos la boca por decir que lo entendemos todo y lo aceptamos todo. Eso nos obliga a reprimir nuestros instintos.

Bueno, las represiones siempre son de los instintos.

Hay que ser conscientes de eso. Albee lo quiere recordar en la obra. En los momentos de más dramatismo, el hijo les recuerda que son de izquierdas.

Así que el progresismo en ese sentido puede ser hasta una impostura.

Puede ser algo políticamente correcto, no sé. ¡Cuánta gente ha ido a manifestaciones delante de los grises no por convencimiento ideológico! De todas maneras, no creo que ahora suceda. No hay necesidad de esconderse bajo capas de falsa ideología.

En la derecha más cavernaria tampoco. Ya lo dijo Aznar: “Sin complejos”.

Por descontado. También en esta obra hay un representante de la mayoría moral americana, que es el amigo. Son gente que me aterra. Lo que nos vienen a decir es que si nadie se entera de las cosas de cada uno, se pueden seguir haciendo. No pasa nada, que no te pillen, no seas gilipollas. Eso está pasando a muchos niveles en este país con la corrupción, por ejemplo, las operaciones malayas, las marbellas.

Bueno, eso ni se ocultaba.

Cierto, ya.

¿Y usted, como Martin, su personaje, no ha sentido alguna vez la necesidad de tirarlo todo por la borda, incluso el éxito?

¿Echar las patas por delante? No. Soy consciente de contar con el respeto del público y de compañeros, pero nunca he tenido la sensación de estar instalado en el éxito. Yo no he buscado nunca reconocimiento público. No he buscado nunca salir en la prensa del corazón.

Ya, pero eso no es el éxito. ¿O sí?

No, desde luego. Como ha dicho alguna vez Robert de Niro, el éxito de un actor consiste en no haber tenido que hacer ni un solo papel que no le gustara y disponer siempre de dos guiones para elegir. Yo no he pasado por eso. No quiero pecar de vanidad, pero yo eso lo he podido hacer desde siempre. Desde el principio he podido marcar mi territorio. Los primeros años recibía todo tipo de ofertas, era un actor de metro noventa y cinco de estatura, delgadísimo, como una caña, con una pinta un tanto estrafalaria, e intentaron utilizarme como galán cómico del cine español y del teatro, con papeles que hacían el ridículo en vodeviles, un señor que quedaba muy bien en calzoncillos. Podía haber ganado mucho dinero y supe resistirme a eso. Acepté trabajos peor remunerados, pero mejor reconocidos, con los que marqué mi territorio hasta que, en tres años, todos entendieron que me interesaban otras cosas.

Difícil, ¿no?

Es difícil, claro, es saber sustraerse a los cantos de sirena.

¿Para qué sirve el teatro?

No tengo ninguna vocación mesiánica, no creo que salgamos del teatro siendo mejores personas, pero sí que debe darnos armas para poder seguir viviendo. Es como un almacén donde las personas se recargan para sobrevivir una temporada más. Yo he soñado con que nosotros los actores arrojamos al público cantidad de signos de interrogación y que el público se los mete en los bolsillos y en los bolsos de las señoras.

¿Qué armas y escudos utiliza un actor para que no le vuelva loco un personaje?

Eso es la técnica del oficio. Un actor es un señor que finge, que hace creer a los demás que es quien no es. Lo doloroso está en el proceso de ensayos, que te obliga a bucear dentro de ti mismo para ir encontrando esas capas oscuras y profundas que muchas veces no sabemos si existen. Hay que prestar a los personajes lo que tú tengas de ellos y descubres cosas que no sabías que existían, y eso puede ser peligroso. Los actores tenemos una ventaja frente a los demás: esa gimnasia que es sana, mentalmente. Un buen actor llega a tener control de sí mismo, y eso le permite no volverse loco con cada papel.

¿Hay que ser conscientes del juego?

Evidentemente. El teatro es un juego y no es la vida. Que cada noche aparezca el personaje, no el actor. Salir de uno mismo. Yo he estado con un dolor de muelas terrible, con hemorragia, y ésta ha parado a la hora de salir a escena. Pero lo más curioso es que al terminar, en el camerino, volvió.

¿Y el público prefiere al actor o al personaje?

Cuando el público se sienta a ver a un actor, siempre juega a favor del personaje. Quieren ver cada personaje teñido de la personalidad del actor. No creo que el actor deba desaparecer, como sostienen algunas escuelas de interpretación, porque si eso fuera así, todos los personajes serían iguales, y no deben parecerse según quien los interprete.

¿Tiene que haber lucha entre ambos o identificación?

Tiene que haber un contrato mutuo, un acuerdo entre ellos en el periodo de ensayos. Un acuerdo muy frío, muy frío.

Por cierto, dice que usted se identifica con su personaje por la crisis de los cincuenta, pero ya los ha pasado.

Tengo 62. A mí no me llegó la crisis de los cincuenta, que recuerde.

Es que ahora todo se retrasa 10 años, antes era la crisis de los cuarenta. No se crea, a lo mejor le llega ahora. ¿Será porque nos cuesta madurar?

Es posible, es posible, estoy de acuerdo en que las cosas se retrasan. No recuerdo las crisis. En nuestra vida de actores, todo es mucho más difuso. Crisis, crisis, crisis, esa palabra es positiva y negativa. Un cambio lo he experimentado en los sesenta, ahora estoy experimentando un cambio enorme, enorme. De repente me siento ahora con más necesidad que nunca de ser responsable de muchas cosas. No quiero decir que no lo haya sido, pero ahora más. El proyecto de La cabra, por ejemplo, con 50 años yo no lo habría abordado. Yo quiero, tengo la necesidad de sentirme responsable de una creación, de un producto total; hasta ahora no me pasaba. Con este espectáculo he sentido que le digo a la gente que esto es para mí el teatro, mi razón de vida, una declaración de principios. Esa necesidad de definirme no la había tenido, puede que ahora me esté naciendo la necesidad de perdurar.

Ahí hemos topado con el ego en su máxima expresión.

Totalmente, estoy de acuerdo.

Eso es cosa de los actores monumentales.

Como actor no me parece mal, es fundamental para tener el valor de salir al escenario. Un actor debe contar con una autoridad tan grande que para ello debes convencerte de que no hay nadie que lo pueda hacer mejor que tú. Si no estás convencido de eso, cuesta mucho salir. El ego y la vanidad bien entendida son fundamentales. También han existido grandes actores malditos, desde Peter O’Toole hasta Richard Burton, que se bebían una botella de whisky antes de ponerse delante de la cámara. Hay algo inaprensible en el trabajo de esos actores que trasciende y es producto del alcohol y del miedo. Yo a eso no he llegado, no he sentido esa necesidad, ese terror.

Hay papeles, como el suyo en ‘La cabra’ o el de Juan Echanove en ‘Plataforma’, que no se pueden hacer borrachos, más bien requieren una forma atlética.

Debes ser un atleta mental y físico, estos textos exigen agilidad mental para expresar el dolor, la ironía, el sarcasmo, el estupor. Se requiere mucha inteligencia para que no afecte.

¿En el cine ocurre lo mismo?

Es otra cosa, pasas por un filtro. Para pisar un escenario necesitas autoridad. En el teatro, el actor es plenamente responsable de su trabajo; en el cine o la televisión hay otros más responsables que tú.

A usted le gustan las dos cosas, de todas formas. Come de todo.

El cine me encanta, veo una película diaria, como si fuera una misa al día. Es más, yo curaba el miedo a los estrenos yéndome al cine por la tarde antes de la función. Buscaba una película con interpretaciones importantes para que me entraran ganas de ser mejor que lo que había visto. Las interpretaciones me motivan.

¿Tiene sus monstruos sagrados?

Por supuesto. Me gusta eso de entrar en un teatro para compartir el mismo aire que respira un actor en el mismo momento, ésa es mi mitomanía, mi fetichismo.

¿Con quién le ha pasado?

Me ha pasado con Glenn Close, por ejemplo; con Alec Guinness, con Elizabeth Taylor. Ahora, con dos actores ingleses: Ian McKellen y Michael Gambon. Admiro además esa actitud de McKellen de hacer cosas sublimes en teatro y al tiempo aparecer en películas como X Men o El señor de los anillos. Ojalá lo hiciéramos muchos.

No ha dejado usted de hablar de la interpretación, ¿tiene algo más en la vida?

Mi vida está condicionada por el hecho de ser actor. Pero tomo las decisiones consciente de lo que puedo hacer. Por ejemplo, yo con 17 o 18 años decidí que jamás me sacaría el carné de conducir porque estaba convencido de que nunca sería buen conductor. Como hace tiempo decidí que no tenía una vocación para crear una familia, ser padre. Y no me arrepiento. A mis 62 años tengo mis necesidades afectivas bien resueltas, con mis padres, mis hermanos. Vivo solo, me gusta estar solo. No me considero un enfermo de la soledad, pero a veces miento a mis amigos para poder estar solo, pongo excusas para viajar solo. No he llegado a entender a la gente que dice que se aburre estando solo. No me cabe en la cabeza eso de detener el cerebro, ponerlo en punto muerto.

¿No se siente raro, huraño?

No, aunque durante años la soltería ha sido un estigma, pero yo soy capaz de imaginarme con 90 años viviendo solo. Esa gente hecha y derecha que se muestra incapaz de ir sola por la vida me molesta.

¿Le hace sentirse más libre la soledad? ¿Cree que es mejor estar solo para ser buen actor?

Es un territorio que defiendo con uñas y dientes. Y posiblemente tenga que ver con mi trabajo. Pero no soy huraño, me encanta ir con los amigos, por ahí, de cena, hasta las tres de la mañana. Ahora, ese momento en el que vuelves a casa a esa hora y cierras la puerta, es grandioso, es lo que me da el equilibrio en la vida.

Pues con tantos premios Max a los que está propuesto no va a tener a quién dedicárselos.

Sí, hombre... Cuando me dieron el Premio Nacional de Teatro sabía muy bien a quién se lo iba a dedicar, a José Luis Alonso, que fue mi maestro. Él me descubrió qué era el teatro, porque yo iba para otra cosa, yo iba para periodista de radio o de televisión, y me metí en la escuela de arte dramático porque pensé que me serviría para la tele. Pero se cruzó Alonso en mi vida y puedo decir que soy actor gracias a los personajes que hice con él.

A lo mejor puede aprovechar para hacerle un buen y sentido homenaje a la misma soledad.

Pues sí, sobre todo a esa soledad creativa. Muchas cosas surgen de ahí. ¿Por qué no?

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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