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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La muerte de Inma

Inmaculada Echevarría, "la guerrera", como gustaba llamarse, murió el miércoles en un hospital público de Granada como era su deseo: pronto, dignamente y sin dolor. Padecía desde hacía casi 30 años una distrofia muscular progresiva incurable. La Junta de Andalucía atendió su petición de que se le desconectara del ventilador mecánico tras haber sido sedada, una vez que los órganos de expertos autonómicos determinaran que era conforme a la ley y a la ética médica. El cumplimiento no pudo hacerse en el centro clínico religioso donde se hallaba internada desde hacía años ante la resistencia de las autoridades eclesiásticas, que consideraban que se trataba de un acto de eutanasia. "Que les den morcillas a todos. Si no me entienden, que se pongan en mi lugar. Si a ellos Dios les llena, pues que sigan. Pero que respeten la libertad de cada uno", confesó días atrás a un amigo.

Tales palabras merecerían, al menos, un instante de reflexión y comprensión frente a las críticas que desatan actos de esta clase entre los sectores de la sociedad con rígidas convicciones religiosas. El gesto debería ser respetado como un derecho de cualquier individuo a tener una vida y una muerte dignas. Inmaculada consideraba que carecía de esa dignidad y, por tanto, solicitaba que se aceptara su voluntad de poner fin al dolor, como así ha ocurrido. Técnica, médica y jurídicamente, no es eutanasia activa, sino simplemente un supuesto de "limitación del esfuerzo terapéutico", sostiene la Sociedad de Cuidados Paliativos. Y muy posiblemente así ha sido, si se tiene en cuenta que tal tipo de práctica es relativamente frecuente en enfermos incurables por decisión de los familiares. Encaja con la vigente Ley de Autonomía del Paciente, según la cual un enfermo tiene derecho a renunciar al tratamiento si no lo quiere. La diferencia de este caso con otros es que Inma no era una paciente terminal y solicitó públicamente que se atendiera su petición.

Este caso no debería pasar inadvertido, al margen del debate político, filosófico y religioso que lo rodea. Echevarría confesó días antes de la muerte que esperaba que el gesto no cayera en saco roto y que pudiera ser útil para las personas que lo necesiten. Las contradicciones que suscita la legislación actual exigen sin demora reformas explícitas del Código Penal. Pero más allá de eso, esta muerte viene a colocar en primer término la necesidad de abordar de manera inaplazable la futura regulación de la eutanasia, limitada a enfermos incurables. Como afirma Salvador Pániker, presidente de la Asociación Derecho a Morir Dignamente, "la sociedad española está madura para regularla; quienes no lo están son los políticos".

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