Nosotras, vosotras, ellos
"Todas las mujeres son progresistas", afirmaba la otra tarde en Valencia Miguel Lorente. Y tampoco es eso. El psiquiatra autor de Mi marido me pega lo normal es uno de los hombres favoritos de las feministas porque se lo ha ganado a pulso con su sistemática denuncia de la violencia de género. Y creo que al agradecer el premio de la Federació de Dones Progressistes, Lorente más bien quería decir que toda apuesta por las mujeres es una opción de progreso. Yo añadiría que toda apuesta por todas las mujeres, incluso las más conservadoras. Entiéndase: no es que hayamos de aplaudirlas o votarlas, sino más bien que tenemos la obligación de luchar porque tengan tanto derecho de hacer la idiota como sus colegas masculinos. Quizá ésta sea una de las facetas más difíciles y sacrificadas en la construcción del "nosotras". Después, por supuesto que también nos veremos impelidas a refutar sus posiciones retardatarias, su política contra las mujeres. Pero si alguien elige ser insolidaria y traicionar los intereses de su sexo anteponiendo los de casta o las ambiciones personales... allá ella.
Hace unos días también nos reuníamos en la presentación de Victoria Kent, una pasión republicana. El periodista valenciano Miguel Ángel Villena da tres por uno y ofrece una lección de investigación histórica, de lucidez analítica y de calidad narrativa. En el libro se nos desvela a una política vocacional valiente y valiosa, pionera. Y escindida, por lo que consideró su "deber republicano" al pedir que se aplazara el voto para las mujeres en 1931, temiendo que la influencia del clero diera al traste con la República. Este posicionamiento, del que jamás se arrepintió, fue el "pecado mortal" que ha impedido al feminismo posterior reivindicarla como una de las suyas, o al menos así lo interpretan el autor y la prologuista, Carmen Alborch.
Mi pecado mortal tituló su libro sobre el sufragio femenino Clara Campoamor, la gran oponente de Kent en aquel debate parlamentario de altos vuelos celebrado bajo el condescendiente sarcasmo de ilustres diputados muy republicanos y de izquierdas. Estas mujeres singulares se reconocieron y respetaron, y ambas pagaron cara su coherencia y honestidad al ser relegadas por sus compañeros antes incluso de tener que exiliarse tras la guerra.
La arriba firmante se confiesa "más de Campoamor", aunque alguien dirá que ahora es muy fácil verlo de esta manera, que quizá en aquel contexto histórico muchas habríamos apoyado a Kent. Pero no creo. Por ejemplo, la feminista socialista y autodidacta María Cambrils escribía ya entonces que si las mujeres del pueblo actuaban al dictado del confesionario (aunque dudaba que lo hicieran) la culpa la tendrían aquellos "sus hombres" que se decían de progreso pero que, relegándolas en casa, les habían impedido instruirse y formarse.
Es decir, que aunque la solidaridad no debe pasar por encima de las ideologías, y que está claro que el feminismo es un igualitarismo y un internacionalismo que pertenece a la tradición política de la izquierda, todavía hay que preguntarse si es legítima una democracia que excluye a la mitad de la ciudadanía, como Campoamor interrogaba si es que las mujeres no eran pueblo.
Algo es seguro: aquel aliento ético en pos de la justicia y la emancipación que inspiró la II República se hubiera ido en parte al traste en caso de no haberse reconocido la universalidad del sufragio (ni todos los obreros eran automáticamente de izquierdas ni se podía hurtar un derecho en función del sexo o el color de los ojos)
Hoy sobran los ejemplos de mujeres sectarias, elegidas por sumisas, que siguen la senda del burro ciego y se niegan a reconocer lo que conviene a sus congéneres. Y hay quien lamenta haber batallado tanto para que alguno de estos ejemplares llegue a ocupar un escaño, una alcaldía, una presidencia...
Pues bien, como víctima directa de algún que otro de estos sectarismos, desde aquí les digo que de lo que se trata es de no argumentar contra ellas con descalificaciones y términos que aludan a su condición de mujeres. Lo que no impide combatir su actuación de pandorgas (y pandorgos), como les llamaban nuestras abuelas.
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