Hastiados de España
Josep Lluís Carod Rovira, consejero de la Vicepresidencia de la Generalitat -¿para cuándo la reforma legal que lo convierta de veras en vicepresidente de la institución?- declaró hace unos días que en Cataluña "se está comenzando a producir una fatiga de España". Es, por supuesto, una percepción subjetiva, un diagnóstico opinable y tal vez interesado. Pero no hay duda de que los factores de desapego se acumulan últimamente en cantidades y con cualidades desconocidas para un periodo democrático.
Desde el segmento decididamente nacionalista de la opinión catalana, resulta a estas alturas evidente que las esperanzas -quizá ingenuas, admitámoslo- depositadas en el Estatuto de Autonomía de 2006 como instrumento para una mejora sustancial del autogobierno van a verse frustradas por entero. Primero fue el pacto a la baja entre Rodríguez Zapatero y Artur Mas, después llegó el cepillo de Alfonso Guerra, más tarde vinieron los recursos de Mariano Rajoy y sus comparsas (el sedicente Defensor del Pueblo, la Generalitat Valenciana...), y luego los movimientos tácticos en el seno del Tribunal Constitucional, que hacen presagiar lo peor. Por si esto no fuera suficiente, el comité federal del PSOE acaba de aprobar -con la mansa aquiescencia del PSC- un manifiesto autonómico que subraya las bondades del rígido corsé constitucional de 1978, rechaza con energía las "pretensiones soberanistas" periféricas, apuesta por "reafirmar las competencias exclusivas" del poder central y sentencia que la reforma de la financiación autonómica "debe abordarse de manera multilateral". Ahora compárense estos principios con el espíritu e incluso la letra del Estatuto vigente desde el pasado verano, compárense con aquellas referencias del presidente Maragall al carácter residual que iba a tener la Administración del Estado en Cataluña, y se obtendrá la medida del fiasco.
Una parte de los hoy hastiados de España pueden convertirse mañana en hastiados de la política, nuevos reclutas del creciente ejército abstencionista
Si trasladamos la mirada hacia las cuestiones estrictamente materiales, supraideológicas, aquellas que afectan a la movilidad cotidiana de las personas voten éstas lo que voten, y a la marcha de las empresas sea cual sea la afinidad política del empresario, ahí el panorama no es mucho más halagüeño. Al déficit crónico de las inversiones estatales, a la exasperante lentitud en la ejecución de éstas se han sumado en los últimos tiempos dos temas cuya plasticidad los convierte en aleccionadores hasta para el público menos informado, cuyo impacto obliga a reaccionar hasta a las corporaciones políticamente más timoratas: el aeropuerto y las Cercanías de Renfe. Cuando incluso entidades tan poco protestatarias como las escuelas de negocios ESADE o IESE convocan a un acto reivindicativo (el próximo 22 de marzo) por un aeropuerto de El Prat no subordinado a los intereses centralistas de Iberia y de AENA; cuando cientos de usuarios indignados empiezan a cortar vías de tren para quejarse por su triste suerte; cuando alguien con la filiación y el currículo de Mercè Sala admite (el pasado lunes, en el programa televisivo Àgora) que es absurdo dirigir la red de Cercanías de Barcelona desde Madrid, a 600 kilómetros de distancia, eso significa que el hartazgo ha alcanzado una amplitud y una profundidad sin precedentes.
Pero hay más. A lo largo de las últimas semanas ha crecido un tercer factor de distanciamiento, de alienación entre las opiniones públicas de ambos lados del Ebro; un factor que impacta de modo especial sobre aquellos catalanes que se sienten también o primordialmente españoles, aunque españoles demócratas, ciudadanos de un Estado europeo civilizado, plural y tolerante. Ese factor es la brutal apropiación del nombre, de la idea y de los símbolos de España por parte de una derecha radicalizada y enloquecida que -a juzgar por la apariencia de sus convocatorias- parece en trance de resucitar la Falange Española Tradicionalista y de las JONS. Una derecha que apela a "la rebelión cívica contra el Gobierno de Zapatero" y exige "Elecciones libres ya", como si estuviéramos en el Chile de Pinochet o... en la España de Franco. Una derecha que está llenando las calles y plazas de la piel de toro con eslóganes y gritos del tipo "Zapatero fascista, Zapatero terrorista", "ZP traidor", "Con Zapatero es gratis matar", "Contra ETA, metralleta", "La unidad de España no se negocia", "España, ¡despierta! Agua para todos" (sic), "Abajo el Gobierno y arriba la nación", "España una y católica", "España cristiana, y no musulmana", "Zapatero, anticristo", etcétera.
Es posible, aunque sería desolador, que en el madrileño barrio de Salamanca o en Murcia tales consignas -adobadas con yugos y flechas, águilas franquistas o cruces de Borgoña- resulten excitantemente movilizadoras. Oídas desde Barcelona, evocan como en una pesadilla los peores fantasmas de la España negra, retrotraen al clima guerracivilista de los años treinta y ponen los pelos de punta a cualquier observador no fanatizado. ¿Quién, además de los votantes irreductibles del Partido Popular, puede sentirse seducido aquí por semejante estrategia de comunicación?
Así las cosas, cuando la imagen del nacionalismo español parece estar al cuidado del más consumado y maquiavélico de sus enemigos, es comprensible que el líder de Esquerra Republicana arrime el ascua a su sardina y subraye que la "fatiga de España" crece en Cataluña. A mi juicio, en efecto, aumenta la sensación de cansancio, de arrastrar un pesado lastre fiscal, competencial y hasta moral, de vernos salpicados por un cainismo ajeno. Pero atención, porque una parte de los hoy hastiados de España pueden convertirse mañana en hastiados de la política, nuevos reclutas del creciente ejército abstencionista. O pueden, en una pirueta de la que hay precedentes, concluir que la actual surenchère rojigualda no es más que una reacción provocada por las osadías de nacionalistas vascos y catalanes. Todavía recuerdo a cierto progre local que, dos décadas atrás, se declaraba independentista porque -decía- una Cataluña independiente estaría fuera de la OTAN, y ahora maldice de este país a causa -afirma- de la dictadura nacionalista de Maragall y Montilla.
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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