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Columna
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El cuerpo

Los filósofos han tendido a desconfiar del cuerpo porque pertenece a ese reducto cercado y turbio de lo que el pensamiento no puede abordar sin mancharse los zapatos, sin quedar imposibilitado muchas veces para orientarse o retroceder. El cuerpo desmiente nuestras intenciones, traiciona miedos o certezas que no se atreven a asomar sobre el horizonte de la conciencia y traduce en gestos mecánicos actos para los que apenas cabe la coartada de una explicación: la piel se eriza ante la proximidad de la persona que hemos presentado a nuestra esposa como una trivial compañera de trabajo, los pies nos sorprenden al tomar la dirección de una calle que pensábamos borrada de nuestra agenda, sepultada bajo una sucesión prohibitiva de tachaduras y borrones. Nadie puede fiarse de su propio cuerpo, repito yo en mis clases de bachillerato que repetía Platón ante sus discípulos: cuando pretendemos elevarnos al territorio de las ideas puras, donde la belleza y el bien poseen la tersura pálida de la porcelana, este saco de cartílagos y glándulas nos arrastra hacia el fango. Así lo ha entendido nuestra cultura durante siglos: enemiga tácita de la carne y sus fueros, la ha condenado a vivir bajo taparrabos, a acobardarse de sus formas, a compartir el basurero de la inmoralidad con los motivos de asesinato, la traición a los mayores, la deslealtad y la blasfemia. El padre de la Iglesia Orígenes se arrancó los testículos porque su efervescencia le importunaba a la hora de reflexionar sobre el misterio de la Santísima Trinidad; el Concilio de Trento resolvió amordazar con calzones a los titanes desnudos que Miguel Ángel había alojado en los muros de la Capilla Sixtina so pretexto de que no resultaba decoroso que dos docenas de genitales supervisaran las reuniones del Santo Sínodo; John Ruskin repudió a su esposa al descubrir que su pubis no se asemejaba al de las estatuas que había venerado en los museos y que en lugar de mármol contaba con un hirsuto matorral de pelo negro. Sí: a menudo la cultura ha tratado de convencernos estúpidamente de que somos almas sin envase, de que una vida irreprochable pasa por los trámites forzosos de no sudar ni soportar los efectos colaterales de una mala digestión.

La concejal de Lepe no descarta posar desnuda para una revista nacional

Hace unos meses, los vecinos de Lepe y el resto de súbditos de este país descubríamos que la Teniente de Alcalde de Economía de ese ayuntamiento onubense posee un cuerpo, y que el concierto de huesos, grasa y cabello de que consta ofrece una imagen bastante atractiva cuando se coloca delante de las cámaras. El posado de María Dolores Jiménez para la portada de una revista local provocó una tormenta de reacciones adversas: bajo las anatemas y los pretextos de que no resulta propio de una profesional de la política dedicarse a enseñarles los lunares a las visitas se ocultaba la misma superstición de siempre, la que convierte a la piel humana en un país prohibido por el que sólo se autoriza el tránsito al amor y la medicina. Ahora María Dolores anuncia que no descarta exhibirse en otra revista de tirada nacional conocida por la franqueza de sus fotografías, y se prevé un terremoto similar. Supongo que nadie se habría sentido ofendido si la concejala hubiera saltado a los periódicos a demostrar al mundo lo bien que domina los entresijos de la cocina o sus aptitudes a la hora de pintar al óleo o de escalar montañas; sus compañeros de consistorio habrían encontrado aceptable que poseyera una casa rodeada de un vistoso jardín o un coche con charol en lugar de chapa, pero el cuerpo es otra cosa: presumir de cuerpo, esa cosa que todos poseemos debajo de la corbata y el desaliento, ese compañero fiel que envejece con nosotros y soporta nuestras noches en vela y la falta de apetito, ya rebasa la frontera de la obscenidad. Y es porque, igual que aquel griego intolerante, tememos lo que no llegamos a conocer: nos solivianta que nos recuerden que no somos intelectos puros, que existen límites dentro de nosotros mismos que no gobiernan la voluntad ni el raciocinio, que en el fondo de cada cual se agazapa un animal que responde a impulsos imposibles de domesticar como alimentarse y procrear. Así es: las lecciones de filosofía comienzan en las saunas y los gimnasios.

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