El ofensor y los desertores
Me doy cuenta de que hace mucho que no hablo aquí de fútbol, y aunque en ningún caso se me permitiría hacerlo a menudo, este ya largo silencio, en un madridista tan confeso como yo, podría tomarse por un comprensible deseo de escurrir el bulto, dadas las actuales circunstancias de mi equipo y su absoluta sequía de títulos y de buen juego durante cuatro temporadas, incluyendo la presente, en la que resulta imposible creer que vayamos a ganar algo. Y si al final lo ganamos, habrá de ser por deméritos de los demás y porque en este deporte se dan sorpresas e injusticias enormes de vez en cuando. Si el Madrid acabara triunfando en alguna competición este curso, sería algo equivalente a la victoria de Grecia en la Eurocopa de 2004, con la salvedad de que nosotros estamos acostumbrados a ganar históricamente y los griegos, si no me equivoco, no habían visto de cerca una Copa desde los tiempos de Sófocles.
Esta prolongada racha de desastres merengues está poniendo a prueba a mucha gente. Desde hacía más de cincuenta años, era relativamente fácil ser del Madrid. Muchos aficionados de mi edad crecimos con la confianza ciega de que, por mal que se pusieran las cosas, los Kopa, Rial, Di Stéfano, Puskas y Gento acabarían dándoles la vuelta. Si se perdía la Liga, se ganaba la Copa de Europa, y si nos eliminaban de ésta (nunca ocurrió entre 1955 y 1960), nos llevábamos el campeonato nacional a la postre. Después de aquella delantera mítica, las perspectivas no fueron tan magníficas y hubo altibajos, pero lo que jamás había sucedido en más de medio siglo es que no pudiéramos celebrar nada a lo largo de casi un lustro. Ahora comprendemos cómo se sintieron los barcelonistas durante inacabables fases de su historia, y cómo se sienten los colchoneros casi siempre, con la boca hecha cisco por su permanente crujir de dientes. (Ahora los míos ya están perdiendo esmalte.) No, no es tan halagüeño ser hoy madridista, y hay deserciones. Conozco a merengues que ya se niegan a ir al campo y a comprar los partidos en la taquilla televisiva, cabreados y aburridos. Son personas de fe poco firme y responsabilidad escasa: por muy mal que juegue el equipo, los verdaderos aficionados tenemos la necesidad de observarlo y acompañarlo en la catástrofe, aunque sea con mirada censora y desesperada. Y hay jugadores que, sólo sea por los grandiosos servicios prestados -Guti, Raúl, Casillas, Roberto Carlos, Helguera-, merecerán siempre nuestro aliento, así lo hagan fatal un día tras otro. El fútbol, en contra de lo que tan a menudo se afirma, no es sólo presente, y en él existe la memoria. Y no hay que irse a una lejana para sentir agradecimiento: si uno mira el palmarés de la Liga de Campeones de los últimos diez años, se encuentra con la sorpresa -dada nuestra ya larga etapa sombría- de que ningún equipo europeo la ha ganado más de una vez... salvo el Madrid, que no la ha conquistado dos, sino tres veces, en contraste con un solo título del Manchester United, el Bayern Münich, el Milan o el Barcelona, y de ninguno del Chelsea, la Juventus o el Valencia, que tan buena prensa han tenido. A todos les falta todavía mucho para acercársenos.
Ahora bien, lo que de verdad se hace cuesta arriba es ver a nuestro club transformado y en manos de gente sin caballerosidad -sí, eso tan antiguo, pero no por ello prescindible- ni tacto. No es que la época de Florentino Pérez y sus entrenadores post - Del Bosque (Queiroz, Luxemburgo, Camacho y López Caro) se distinguiera en esos aspectos, pero al menos entonces no se sentaba en el banquillo un individuo sin autoridad pero autoritario como Capello; ni hacía fichajes y gestionaba un semiintrigante con pelo aceitoso como Mijatovic; ni, sobre todo, había un presidente como Calderón, ofensivo en su ignorancia. Es curioso que, habiéndose armado tanto escándalo por sus declaraciones ante unos estudiantes (ya recuerdan: los jugadores son incultos y no pagan allí donde van, el público va al estadio como al teatro -¿y por qué no, si el fútbol es también drama?-), casi nadie se haya fijado en su monumental agravio posterior, en una entrevista: “No hay una identificación con lo que es el club, ni siquiera con la ciudad”, esta fue la majadería. “El 80% de nuestros seguidores no son madrileños, así que vivimos en el único lugar del mundo en el que se censura al equipo que gana, el nuestro”. Al señor Calderón hay que enseñarle un poco de historia, además de modales. El Real Madrid es el más antiguo de los clubs importantes de la capital, y de ella se lo ha sentido siempre. Además fue el preferido de los republicanos de la ciudad, antes y después de la Guerra Civil, ya que el Atlético -Atlético Aviación, en sus orígenes- nació del Athletic de Bilbao y además lo apadrinaban quienes habían bombardeado Madrid salvajemente durante tres largos años. Y por último, ¿de veras cree este Presidente faltón con la institución que dirige, que el 80% de las gradas de Chamartín llevan más de medio siglo llenándolas forasteros oportunistas de paso? Probablemente Calderón debería disculparse con Ronaldo, Beckham y los demás jugadores. Pero lo que es seguro es que ahora mismo está en deuda con todos los madrileños, con los madridistas al menos, y que más le vale retractarse si no quiere fomentar más deserciones de las que ya ha traído su presidencia inane.
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