28-F
A los funcionarios del ramo de educación la Junta nos ordena imperiosamente festejar el día de la patria con un solemne izado de bandera y una alocución sobre las ventajas de ser andaluz. Año a año, la celebración suele respetar un idéntico protocolo: el trapo verde y blanco que acumula polvo entre los enseres del trastero sale a la luz y es exhibido en lo alto de un asta, los alumnos de música tantean con sus flautas una versión del himno que parece la perorata de un tartamudo, el que más y el que menos, según tenga el humor o la memoria, recita esos versos de Blas Infante en que se habla de hombres de luz y de paz y esperanza bajo el sol de nuestra tierra. Y a continuación lo verdaderamente importante: el café, la final de futbito, la entrega de diplomas del concurso de dibujo, la hora de largarse a casa para preparar el viaje de mañana. A la mayor parte de los andaluces, el día de la comunidad no nos evoca nada más allá de esta colección de tópicos repetidos: hemos aprendido a reducir esta jornada de fiesta a una excusa idónea para prolongar el fin de semana, igual que nos hemos habituado a ver flamear la bandera en las fachadas de ayuntamientos y diputaciones provinciales sin hacerle demasiado caso. De la misma manera, el dichoso himno sólo nos suena a dolor de cabeza y a aquellas tardes inacabables del colegio en que Doña Anita hacía chasquear su pulsera de oro mientras dirigía nuestras voces desde los pupitres. En resumidas cuentas, no encontramos en estas fechas y los símbolos que la representan más que señales de humo, envases vacíos. Andalucía es una vaguedad, un concepto difícil de aprehender, como la física cuántica o el sentido de la oportunidad.
Contemplando con qué desgana y con qué gestos de estoicismo nos resignamos cada año a la misma monotonía de solemnidades, no me cuesta comprender en absoluto que la participación en el último referéndum, el que debía ratificar la mayoría de edad de nuestra comunidad, casi alcanzase el nivel dramático del agua en los embalses. Yo creo que en el fondo todo el mundo pretendía ir a votar, y de ahí que las encuestas previas avanzasen cifras mucho más satisfactorias que las que finalmente preocupan a las autoridades; pero se cruzaron la cerveza del mediodía, el campo con los amigos, la película recién alquilada, la novela a punto de acabar, en fin, cualquier cosa que sirva para postergar ese aburrido paseo hasta el colegio de la esquina con el fin de introducir un papelito en una pecera: por aquí pensamos que la política es algo importante y que uno debe dedicarle su debido tiempo, siempre y cuando, claro está, no entre en colisión con los asuntos realmente valiosos de la vida, con el ocio y el negocio. A mí, en contra de lo que opinan muchos mandamases que se han llevado las manos a la cabeza y acudido en procesión al muro de las lamentaciones, el resultado del plebiscito de un par de semanas atrás me resulta un indicio de plena salud pública. Nos está advirtiendo lo siguiente: que los tejemanejes de las administraciones y esos graves señores que suman y restan cláusulas en despachos de acceso restringido interesan al ciudadano mucho menos que pasear con los niños por el parque; que nadie está dispuesto a enzarzarse en disputas hueras sobre las sutilezas del término de nación, nacionalidad, realidad nacional o sobre si Adán tenía o no ombligo; que los problemas que acucian a la gente de a pie, la carestía de la vivienda, la congestión del tráfico, una justicia perezosa y unos colegios convertidos en penitenciarías quedan muy lejos de los intereses de políticos a los que en el fondo pocos oídos atienden. Encuentro rasgos de suprema cordura en no soliviantarse por las banderas, en escuchar himnos sin que se exciten los lagrimales; comprendo muy bien que no se aplace el almuerzo con los nietos por ir a refrendar el cambio de dos frases en la cabecera de una ley. No existe modo más elocuente de tirar de las orejas: señores, legislen ustedes sobre cuestiones que realmente nos impliquen y que puedan mejorar nuestra vida, y si no dedíquense a otros menesteres. En cuanto a Andalucía, está muy bien como está: un puente de desahogo entre las vacaciones de Navidad y las de Semana Santa.
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