Tranquila y calladamente locos
No se puede hacer justicia a los muertos, decía Lord Shawcross, fiscal británico en el juicio de Núremberg. Nada puede tampoco compensar el dolor insoportable de esas ausencias en sus seres queridos. La justicia es simplemente aquello que debe hacerse según derecho o razón. De eso se trata precisamente en el juicio que comenzó ayer en la Audiencia Nacional contra las personas acusadas de haber ideado, realizado o colaborado en el atentado terrorista más sangriento de nuestra historia. Se trata de actuar según el derecho, de esclarecer qué ocurrió y cómo ocurrió y de imponer a los responsables el castigo público previsto en nuestras normas de convivencia.
Hoy precisamente, cuando está en marcha un juicio que se desarrolla de acuerdo con la ley y el derecho contra personas a las que se acusa de cometer unos actos terribles y crueles, es el momento de recordar que hay un ciudadano español que cumple un destino atroz, lejos de la ley y del derecho. Un hombre que permanece olvidado en un chupadero de la CIA, una cárcel secreta de la que se ignora todo, salvo que no se ajusta a ninguna norma civilizada española o internacional. ¿Viajó acaso en uno de los vuelos secretos que recorrieron Europa ante la obtusa mirada de Gobiernos y quizás la activa complicidad de sus servicios secretos? ¿Permaneció en alguna de las prisiones invisibles que quizás se montaron dentro de las amables fronteras europeas?
Mustafá Setmarian es un ciudadano español al que se ha acusado de formar parte de la dirección de Al Qaeda y al que se ha descrito como uno de los hombres más peligrosos del mundo. Pertenece probablemente al género de personas que Chesterton describió ya en 1906, "aquellos que viven en un mundo diminuto pero creen que es enorme, que viven en una minúscula parte de la verdad y creen que la poseen toda, que no conciben el mundo fuera de una pequeña historia, una conspiración o una visión". Gente amenazadora y despiadada, lunáticos, que uno querría no conocer ni tratar. Pero ya sabemos que hasta el verdugo más abyecto puede ser una víctima inocente y, según informes de la policía paquistaní publicados en este periódico, Setmarian fue entregado por ellos mismos a la CIA en 2005 y lleva desde entonces recluido en un lugar desconocido, sometido a un régimen desconocido. Su nombre y su foto desaparecieron repentinamente de la lista de los más buscados del Departamento de Estado norteamericano, junto con la oferta de recompensa de cinco millones de dólares por detallar su paradero.
Mustafá Setmarian posee la nacionalidad española y es obligación del Estado encontrarle y exigir que se le someta a la ley y al derecho. En ello va el mismo fundamento que el juicio del 11-M, la superioridad del Estado de derecho. Los lunáticos, pensaba Chesterton, son aquellos que creen que el mundo está dividido entre ellos y nosotros. Cuanto más claramente nos veamos en una de las partes, más seguros deberíamos estar de que nos estamos volviendo, tranquila y calladamente, locos.
Esperemos que esa locura no nos alcance ni se instale insidiosamente entre nosotros. Esperemos que tampoco nos alcance la de aquel personaje de Lewis Carroll que recorría los salones gritando encantado que lo que más le gustaba en el mundo era una buena conspiración. "Que delicia. Es tan interesante...". El 11-M no fue interesante y resulta ofensivo que algunos periodistas y políticos lo miren con esa mirada de dividendo. Fue una tragedia que costó la vida a 191 hombres y mujeres, víctimas inocentes, probablemente, de grandes visiones y minúsculas historias. Víctimas también de la mezquindad y avaricia de quienes vendieron al mejor postor dinamita minera de Asturias y de la incompetencia de quienes fueron incapaces de detectar y parar semejante comercio (quizás uno de los capítulos más siniestros del atentado es cómo pudieron desaparecer doscientos kilos de explosivos de la mina Conchita, sin que ninguno de sus responsables dijera nada). Estamos a este lado del espejo, en un Estado de derecho. Se juzga a los asesinos. No se les secuestra ni se consiente que los secuestren. solg@elpais.es
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