Interés general
El profesor Sosa Wagner en un artículo publicado ayer en Abc, dice algo sintomático: "El Estado será incapaz de hacer políticas de largo alcance, de verdadera transformación de la sociedad, o simples reformas, porque se queda sin competencias". Es sintomático porque es la expresión de un cierto fracaso del estado de las autonomías y porque es representativo de dos pensamientos opuestos, que han conducido a que la conclusión del profesor sea verosímil. Con su razonamiento, Sosa Wagner está excluyendo del Estado a los gobiernos autonómicos, está admitiendo una contradicción insuperable entre los intereses de estos y los intereses del Gobierno central, al que por esta razón adjudica la única legitimidad como portavoz del Estado, es decir, como defensor del interés general. Quizá sin darse cuenta, está suscribiendo la posición de los ideólogos de los nacionalismos periféricos. Y está legitimando el uso del eufemismo Estado español -como algo ajeno a Cataluña o a Euskadi- que con tanto esmero utiliza la corrección política en estos países. O sea que a estas alturas ya nadie se cree lo que debería haber sido principio básico del Estado autonómico: que las instituciones de Cataluña, de Andalucía o de cualquier otra autonomía son la máxima expresión del Estado español en el territorio que gobiernan.
¿Por qué ya no se lo cree nadie? Probablemente, porque desde el principio nadie se lo creyó. Y, por tanto, ninguna de las partes remó en esta dirección. La legitimación de los nacionalismos periféricos se asentaba sobre la desconfianza permanente respecto al Estado central y desde éste se estaba permanentemente en guardia contra las demandas periféricas, siempre susceptibles de toda sospecha. Para que la idea de que todas las instituciones -centrales y periféricas- son Estado español fuera viable como cultura compartida se necesitaba que se cumpliera uno de estos dos requisitos: homogeneidad en el conjunto de España, que no existe, o lealtad entre diferentes. Dicho de otro modo, lo que el profesor Sosa Wagner nos dice, y cualquier nacionalista periférico ratifica, es que el modelo federal es inviable por la diversidad del entramado autonómico. Con lo cual la disyuntiva es Estado central fuerte -que los nacionalistas periféricos rechazan- o nación de naciones -que los nacionalistas españoles consideran una blasfemia.
En el origen de todo ello está la proliferación de autonomías en el momento constitucional para compensar las nacionalidades históricas. Este ejercicio de compensación es un claro indicio de que el juego estaba marcado desde el principio. Las nacionalidades históricas veían el Estado español como el otro y desde el Gobierno central se veía a las nacionalidades históricas como una amenaza. Así es difícil el reconocimiento mutuo de la capacidad para defender intereses generales, por más que la historia reciente esté llena de ejemplos en que el nacionalismo, especialmente el catalán, ha puesto la gobernabilidad de España por encima de otras cosas.
Lo que hace el profesor Sosa Wagner es pues un reconocimiento de la realidad, perfectamente congruente con la lógica del discurso nacionalista, siempre necesitado de la figura del otro para construir su identidad. A medida en que el estado de las autonomías crecía en competencias y descentralización, la percepción de perdida por parte del nacionalismo aumentaba. Fue Rajoy el que propuso una operación de recuperación y blindaje de competencias por parte del Gobierno central. Durante mucho tiempo los sucesivos gobiernos españoles y los nacionalismos periféricos conservadores que gobernaban han ido trampeando el problema por la vía de la conllevancia, que aumentaba las diferencias ideológicas -y reiteraba la incompatibilidad entre intereses de las naciones periféricas e intereses de las naciones españolas- pero evitando cualquier estropicio y limitando el juego al regateo permanente y a los enfrentamientos verbales reconducibles con suma facilidad con una reunión en La Moncloa o una escena del sofá en el hotel Majestic. De ahí la nostalgia con la que hablan de Pujol quienes gobiernan o han gobernado en Madrid.
Pero en parte por la dinámica de las cosas y en parte por alguna osadía política que quiso forzar el statu quo, el proceso estatutario catalán rompió este equilibrio. Y ahora estamos ante la amenaza de una respuesta del Tribunal Constitucional que enciende la mecha del gran conflicto. Es paradójico que hayan sido los socialistas y sus aliados y no los nacionalistas conservadores catalanes los que hayan provocado este salto que ahora no saben como controlarán. Y es coherente que Pujol, que siempre quiso evitarlo, salga ahora a toda prisa con el ejercicio de simetría -capítulo primero del manual del buen nacionalista- de culpar por igual a PP y PSOE de lo que pueda decidir el Tribunal Constitucional, dando por hecho un pacto entre el Gobierno y los señores magistrados, que sólo puede entenderse si el presidente Pujol se ha convertido a las teorías conspirativas tan a la moda.
Yo también pienso, como el profesor Sosa Wagner, que "se necesita de un espacio europeo fuerte" y de "un poder público fuerte legitimado democráticamente" para poder gobernar un mundo en que "los grandes poderes económicos, comerciales y financieros privados, que son inmensos y centralizados complejos, sometidos a una unidad de dirección" no puedan disponer a su antojo de "poderes públicos enanos". Pero lo que me cuesta entender es que este interés general no pueda ser defendido entre todos: catalanes, españoles y europeos, excepto, por supuesto, aquellos que ya se sientan cómodos en la posición de empleados de estos grandes complejos. Por eso hace tiempo que se dice que en Europa está la solución. Sin embargo, a juzgar por la continuidad en política económica del PSOE González al PSOE Zapatero pasando por el PP Aznar, no creo que combatir estos poderes económicos sea el principal objetivo de los sucesivos gobiernos centrales ni que ésta sea la motivación de las deslealtades que se atribuyen a los periféricos. Más bien al contrario; el nacionalismo tiende a ser conservador y el patriotismo es alpiste espiritual para las mayorías. Maragall pisó el acelerador de la España de las autonomías, Zapatero le siguió, rompiendo las inercias que como todo sistema había creado, ahora, la batalla por la decisión del Tribunal Constitucional es el último intento del PP de cargarse a Zapatero antes de que acabe la legislatura, haciéndole pagar este atrevimiento. Y en todos los escenarios previsibles el PSC se encuentra en una difícil papeleta, con el riesgo de tener que ponerse al frente de una manifestación que no era la suya pero que habrán conseguido que lo sea.
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