El misterio de la luz
El encargo de las puertas de la ampliación del Museo del Prado a Cristina Iglesias, presentadas esta semana, han dado pie a dos exposiciones de la artista donostiarra en sendas galerías madrileñas. Distintas formas de valorar el trabajo reciente de una de las creadoras españolas más internacionales.
Muy intuitiva y sensible, Cristina Iglesias nunca se ha dejado arrastrar por las retóricas de cada momento, políticas o conceptuales
Coincidiendo con la instalación pública de las nuevas puertas que ha diseñado para la ampliación del Museo del Prado, Cristina Iglesias (San Sebastián, 1956) presenta una doble exposición en Madrid, donde, pese a ser su lugar de residencia, tampoco se prodiga mucho, pues no había realizado una muestra individual desde 1998 y con motivo de su magna exhibición en el Palacio de Velázquez del Retiro madrileño. Es lógico que así sea, porque, uno de los pocos artistas españoles de sostenida proyección internacional, su carrera se ha hecho y debe más al fuera que al dentro de nuestro país. En cualquier caso, la actual triple manifestación madrileña de su obra, que coincidirá además con la inauguración de la nueva edición de Arco, donde seguramente, como otros años, estará muy bien representada, cobra por todo lo dicho un cierto rango de acontecimiento.
Formada en el Reino Unido, las
primeras manifestaciones públicas del trabajo de Cristina datan de comienzos de la efervescente década de 1980, en la colectiva internacional La imagen del animal. Arte prehistórico, arte contemporáneo (Madrid, 1983) y en la individual que tuvo lugar, en 1984, en la sede madrileña de Juana de Aizpuru. Desde prácticamente entonces; o sea: desde el ecuador de dicha década, la proyección internacional de Iglesias no ha cesado, lo cual significa un nada fácil prestigio sostenido a lo largo de más de veinte años, sobre todo, cuando se analizan los lugares y los centros donde ha sido constantemente reclamada.
Desde mi punto de vista, el mantenimiento del aprecio crítico por su obra se debe al fuerte sello personal que ha marcado su trabajo desde prácticamente sus primeros pasos. Muy intuitiva y sensible, nunca se ha dejado arrastrar por las retóricas de cada momento, políticas o conceptuales, quizá porque su formación inicial y toda su vida profesional han sido cosmopolitas y nunca ha tenido necesidad de ir descubriendo a deshora mediterráneos. En realidad, lo que yo creo es que, rara avis, se trata de una artista no programada, o, si se quiere, que lo habría sido siempre, ayer, hoy o mañana. Su interés por la intimidad del espacio, subrayándolo en el espacio construido o creándolo ella misma, su pasión por la luz entreverada y por la ingravidez, su querencia por la simbología y la materia de lo orgánico, su gusto posmoderno por las paradojas, son, por ejemplo, características todas ellas que ya se insinuaban desde el arranque de su trayectoria y se mantienen, recrecidas y maduradas, en la actualidad. Por otra parte, como la Louise Bourgeois de siempre, y no la publicitada de los últimos años, Cristina Iglesias, a mi juicio, representa la perfección, sin necesidad de patéticas proclamas, su condición de mujer artista, lo cual no hay que identificar ni con lo femenino, ni con lo feminista.
La doble exposición que ahora presenta en Madrid no se debe a ninguna reduplicación publicitaria, sino a la necesidad de mostrar un mismo trabajo, el de un recorrido laberíntico realizado con un cañamazo metalizado, funcionando suspendido en un interior -galería Pepe Cobo- o en un exterior -patio de ingreso de la galería Elba Benítez-, respectivamente completado, en el primer caso, con serigrafías de seda sobre aluminio y un vídeo, que registra la crónica-vivencia del recorrido mencionado, y, en el segundo, con una serie de dibujos, entre los que están los que han servido para diseñar las puertas para el Museo del Prado. En cierta manera, nos encontramos, por tanto, con una doble instalación, que, de haber sido materialmente posible, habría fluido de dentro a fuera, abriendo sucesivamente el espacio interior y cerrando el exterior, con la salvedad, eso sí, de que precisamente lo dentro y lo fuera, o, si se quiere, el interior y el exterior, son para Iglesias relativos o todo lo relativo que puede ser la materia cuando es inseminada y atravesada por la luz, la energía. El efecto de esta experiencia es no sólo eficazmente deslocalizador, pero no en el sentido dramáticamente pesante e impositivo de Richard Serra, sino aligerante, transparentador y abierto.
Conserva Iglesias, por lo demás,
en estas instalaciones, su penetrante intuición simbólica, no sólo por su apelación a figuras arquetípicas de tan consolidada pregnancia, como la celosía o el laberinto, sino por su sentido onírico de sueño volador y por la forma con que acaricia el espacio como un barrido mágico de sombras colgantes, como arroja el crepúsculo su transparente velo de oscuridad. Luego está, claro, aquí mismo, ese juego de hacer rígida la caña y el tejido, esa conjunción asombrosa entre lo orgánico y lo mineral, logrando que lo uno transpire toda su calidez y que lo otro aporte su dura frialdad, sucesivamente, opaca y reflectante, como también está en ese juego de mantener la tensión de ambigüedad entre la imagen y la trama. Es difícil, en suma, alcanzar una madurez tan rica y compleja, desde el punto de vista físico y polisémico, como la que demuestra en este momento Cristina Iglesias.
Cristina Iglesias. Galerías Pepe Cobo y Elba Benítez. Fortuny, 39, y San Lorenzo, 11. Madrid. Hasta el 16 de marzo.
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