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Bush, en ruta hacia el fracaso en Oriente Próximo

Shlomo Ben Ami

Seis largos años de políticas fracasadas en Oriente Próximo han obligado al presidente George W. Bush a reconocer, por fin, que la alianza de moderados que ansía lograr en la región sólo puede forjarse mediante un acuerdo de paz entre árabes e israelíes. Es más, solamente abordando de verdad la disputa árabe-israelí habrá alguna posibilidad de salvar el prestigio de Estados Unidos en la región. Pero los últimos esfuerzos de paz en los que se han embarcado los estadounidenses no sólo llegan demasiado tarde en la vida política de un presidente que se acerca al final de su mandato, y que ha sido derrotado en casa y en el extranjero, sino que además están mal concebidos y son poco convincentes.

La firme resistencia de la secretaria de Estado Condoleezza Rice a negociar con los sirios no es una política especialmente prudente. La perspectiva de un orden pacífico en la región es demasiado importante como para que Israel y Estados Unidos insistan en no querer poner a prueba la actual ofensiva de paz del presidente sirio, Bashar al Assad. Los puntos en discordia que hicieron fracasar los intentos anteriores de alcanzar una paz entre Israel y Siria tienen soluciones realistas, como demuestran las negociaciones mantenidas recientemente por canales discretos entre un ex funcionario israelí y un sirio estrechamente vinculado al régimen.

Tampoco resulta prometedora la insistencia de Rice en ceñirse a la fracasada "hoja de ruta" para un acuerdo entre israelíes y palestinos. La hoja de ruta, a merced de los retrasos y evasivas de los dos bandos, nació muerta. Casi cuatro años después de su lanzamiento, ninguna de las dos partes ha logrado aunar la voluntad política necesaria para poner en práctica sus disposiciones principales. Hasta la extravagante idea -reservada para la segunda etapa- de un Estado palestino con "fronteras provisionales" resulta poco atractiva para los palestinos.

Estamos ante un nudo gordiano que es preciso cortar, no desatar. El concepto de acuerdos provisionales ha quedado completamente obsoleto, aunque sólo sea porque las dos partes son incapaces de pagar el precio político inherente a un proceso abierto y gradual.

Para sustituirlo, lo que hace falta es una solución de conjunto que abarque todos los aspectos fundamentales. Nos encontramos en el final del proceso de paz tal como lo hemos conocido. A partir de ahora, nuestras opciones serán una retirada violenta y unilateral, como la que sirvió de preludio a la guerra actual en Gaza, y un plan de paz total que tendrá que adjuntarse a la hoja de ruta y ser validado por una conferencia internacional de paz. Este tipo de "ingeniería invertida", que comience por el final y vaya remontándose hacia atrás -legitimada y vigilada por estrictos mecanismos internacionales- es lo único que quizá podría salvar todavía del desastre las posibilidades de paz entre Israel y Palestina.

Como demostró el lanzamiento del proceso de paz en la Conferencia Internacional de Madrid, en 1991, las perspectivas de paz en Oriente Próximo siempre han necesitado un impulso internacional coordinado para aprovechar las oportunidades. Las guerras en Oriente Próximo -especialmente las que, como la reciente ofensiva de Israel contra Hezbolá, no han tenido una conclusión clara- han creado casi siempre las condiciones para que se produjeran grandes avances políticos, porque han enseñado a las partes en conflicto cuáles eran los límites del poder. Ahora, atrapado una vez más en una lucha trascendental entre las fuerzas del cambio pacífico y las empeñadas en provocar una catástrofe irremediable, Oriente Próximo vuelve a pedir un gran esfuerzo internacional de paz.

Los iniciadores de la iniciativa árabe de paz en 2002 entendieron que el enfoque estrictamente bilateral podía ser insuficiente, por lo que pidieron que se regionalizara la solución al conflicto. La pérdida de confianza mutua entre las partes y su absoluta incapacidad de dar el más mínimo paso para acercarse -y mucho menos de respetar sus compromisos sin que tuvieran que intervenir terceros- hizo, y hace aún, que la única forma de salir de este peligroso estancamiento sea crear un marco internacional de paz.

El fin del bilateralismo es además consecuencia de los sistemas políticos tan disfuncionales que poseen Palestina e Israel. El presidente palestino, Mahmud Abbas, da boqueadas políticas bajo el control asfixiante de Hamás. En su reciente viaje a Israel, Rice tuvo que escuchar cuatro planes de paz distintos del primer ministro, el ministro de Exteriores, el ministro de Amenazas Estratégicas y el ministro de Defensa. Tanto para israelíes como para palestinos, lograr la paz interna puede ser tan difícil como establecer la paz con el vecino.

Cualquier reforma del proceso de paz está condenada al fracaso si se rige por una hoja de ruta en la que los interlocutores tienen opiniones diametralmente opuestas sobre los asuntos fundamentales. Pero no hay necesidad de reinventar la rueda, porque la solución al conflicto árabe-israelí está plasmada en los principales planes de paz ya presentes sobre la mesa: los parámetros de Clinton para la paz y la iniciativa panárabe de paz.

Quince años después de que la Conferencia de Madrid iniciara un proceso formal de paz entre israelíes y palestinos, las dos partes son más conscientes de lo que es inevitable para que este tortuoso proceso desemboque en un acuerdo permanente. En 1991 acordaron un programa de "tierras por paz". Pero los israelíes nunca pensaron que iban a tener que devolver todas las tierras y los árabes nunca pensaron que iban a tener que ofrecer "toda la paz". Hoy, por fin, todo el mundo sabe lo que quiere decir "tierra" y todo el mundo sabe lo que quiere decir "paz".

Shlomo Ben-Ami, ex ministro de Exteriores de Israel, fue negociador principal en las conversaciones de paz de Camp David y Taba, en 2000 y 2001, respectivamente. En la actualidad es vicepresidente del Centro Internacional de Toledo para la Paz.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

© Project Syndicate, 2007.

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