Hombres de voz dura
A escasa distancia de la localidad fronteriza de Behobia se encuentra el pueblecito vasco-francés de Biriatou, atalaya, al otro lado del Bidasoa, sobre la franja oriental de Guipúzcoa. El núcleo de Biriatou lo constituyen quince o veinte casas, apiñadas en torno al frontón, la iglesia y un pequeño cementerio, tan perfectamente integrado en el conjunto que se accede directamente al mismo desde alguna de las viviendas. De ahí esos epitafios alusivos a la fortuna que supone hallar reposo en un espacio concebido como serena prolongación del ámbito de la vida: "Tú, que tanto la amabas, reposa en el seno de tu aldea", dice, en lengua francesa, uno particularmente conmovedor. Mas en el cementerio de Biriatou hay también referencia a otros hijos del pueblo, que no reposan allí, precisamente porque una muerte por causa que trascendía sus preocupaciones cotidianas les cogió muy lejos del lugar. Hace unos años, en un emotivo artículo publicado en estas mismas páginas, un redactor vinculado al País Vasco evocaba la inscripción que, a la entrada del recinto, insta a conservar la memoria de los que en la Gran Guerra habían caído por la patria. Aunque el texto sea, esta vez, en euskera, la patria era obviamente Francia y la pequeña aldea había contribuido a la hecatombe con la inmolación de una parte de sus jóvenes. Para el lado español de la frontera, aquella guerra resultó ajena y tal fue, quizás, la única ventaja del aislamiento de España. Mas ese cementerio rural de Biriatou no queda totalmente al margen de los avatares violentos vividos en la otra orilla. Alguno de los que allí reposa cuenta entre los derrotados de nuestra guerra. Y hace un tiempo fue en ese recinto donde se buscaron infructuosamente los restos de un destacado dirigente etarra cuya desaparición, en los inicios de la democracia, aún encierra incógnitas.
En esos años empecé a compartir mi vida entre París y el País Vasco, donde acabé incorporándome a un singular proyecto de su universidad. Eran tiempos en los que ciertos bares de San Juan de Luz o de Bayona tenían casi exclusiva clientela en jóvenes que habían de nuevo cruzado la muga y que formaban una nueva comunidad en exilio (situación de desarraigo que no lograba mitigar la retórica de hallarse sólo en Iparralde, "el lado norte"). En el flanco español, profundamente quebrado por la reconversión industrial, todas las partes encontraban en sus alforjas alguna razón para sentirse vejadas. La población inmigrante, que había sido la primera víctima de la política económica y social del franquismo, era sin embargo contemplada como un cuerpo extraño por una parte de la población de origen, que veía en ella el instrumento de un soterrado empeño por desnaturalizar cultural y socialmente el País Vasco. Más aún reconociendo a veces lo canallesco de esta exclusión, muchos euskaldunes afirmaban con ira que la mera situación de la lengua vasca (no sólo reducida a las catacumbas durante el franquismo, sino abandonada, cuando no despreciada, por gran parte de la burguesía autóctona) constituía una afrenta en lo más íntimo, que exigía la ruptura con España.
Así las cosas, todo ideario decente pasaba entonces por intentar encontrar algún tipo de sutura entre ambas partes, y hubo siempre compromisos en el espíritu de los que condujeron a la desaparición de los polimilis y al retorno de exiliados. Mas los esfuerzos en tal sentido eran sistemáticamente abortados por la irrupción de las pistolas. El objetivo primordial de ETA lo constituían entonces guardias civiles casi desamparados que, en ocasiones, se veían obligados a verificar lo ficticio de un aviso de bomba sin equipamiento especial digno de tal nombre (me consta por experiencia directa). Al evocar, al principio, a los jóvenes del pueblecito de Biriatou caídos en los campos del norte de Francia, tenía en mente un desgarrador texto de Marcel Proust: "Que el general le dijera que había sido por Francia, que se había portado como un héroe, sólo servía para aumentar los sollozos del pobre hombre, al que no lograban apartar del cadáver de su hijo". Pues bien: a escenas igual de desoladoras asistíamos semana tras semanas en aquellos funerales crispados por hijos de Andalucía, La Mancha o Extremadura, segados en plena juventud en ese "norte" en el que se sentían repudiados. Y en el umbral mismo de las capillas ardientes, duras voces exigían aún mayor firmeza, evocando principios intangibles y augurando que el sacrificio de las fuerzas del orden tendría fruto en el colapso de la banda.
Es cruel reconocerlo (y desde luego siento vergüenza por haberlo vivido y tolerado), pero mientras esta selección social de las víctimas persistió, los lazos en la sociedad civil no se rompieron: las cuadrillas que poteaban en la parte vieja de San Sebastián no siempre respondían a compartimentos ideológicos, y desde luego éstos no impedían la interlocución en los ámbitos universitarios, e intelectuales en general... Pero la degradación en las relaciones sociales cotidianas surgió inevitablemente en el momento en que ETA amplió su espectro. Apareció muy pronto la dicotomía entre aquellos que, amenazados, se veían forzados a aceptar escolta y los que no eran considerados por ETA objetivo directo. En ocasiones la selección de las víctimas ni siquiera respondía a la radicalidad de posicionamiento de la persona amenazada, sino a su relevancia social. En cualquier caso, inevitablemente, la quiebra psíquica y afectiva se fue agigantando. Ante la pregunta brutal, "¿por qué yo no llevo escolta?", cabía la tentación de la respuesta edulcorada: "Mantengo posiciones sensatas, busco alguna salida equilibrada, mientras que tal o cual se ha radicalizado por el otro extremo". Rastrera autoexculpación, desde luego, susceptible sin embargo de encontrar coartada cuando el amenazado empezara a pensar que el hecho de no serlo sólo podía ser consecuencia de la pusilanimidad, sino llana cobardía, de la persona en cuestión.
Concomitante a todo ello fue la aparición de miradas esquivas en compañeros de trabajo, el gesto de reproche del amigo, mas también la insatisfacción consigo mismo, el sentimiento de una cierta iniquidad, derivado del simple hecho de que uno pareciera escapar a la amenaza... la gangrena, en suma, que con los años se fue incrementando exponencialmente. Gangrena en el cuerpo social, que pareció, sin embargo, encontrar paliativos tras el llamado "alto el fuego" del pasado año. Recuerdo un encuentro en septiembre con un antiguo alumno. Se trata de un euskaldún al que todo inclina a defender la dignidad de la lengua y la cultura vascas, pero al que exigencias éticas más generales (y sobre todo más urgentes) le llevaron a posicionarse con tal entereza que ETA le incluyó en su lista. Por primera vez en años le veía sin escolta y también por primera vez pudimos abrazarnos, evocar brevemente y sin complejos nuestras discrepancias... por primera vez, en suma, pudimos dirigirnos realmente la palabra, pues no hay auténtica interlocución si la palabra no compromete a ambas partes por igual. Obviamente, este nuevo clima fue consecuencia directa de la apuesta del Gobierno por encauzar la cuestión vasca por vías que implicaban algún tipo de compromiso. Hoy sus responsables tienen sobre el tapete el definitivo carpetazo a tal apuesta. Mas las razones para ello no han de confundirse.
Una cosa es renunciar al diálogo en razón de que el interlocutor no lo respeta, dedicándose a poner las bombas letales que prometió no poner, y otra muy diferente considerar que, aunque hubiera respetado su palabra, los contenidos de la negociación suponían ya una rendición de la democracia, una dejación de responsabilidades morales y una inmolación de nuestra dignidad. Soy de los que creen (en razón de cómo han ido las cosas) que el Gobierno no aceptó nunca abordar cuestiones como la autodeterminación o la territorialidad, pero supongamos que sí lo hubiera aceptado, postergando, obviamente, todo compromiso a ulterior acuerdo parlamentario. ¿Sería ello realmente vejatorio para la dignidad de España y de los que nos consideramos españoles? Todo depende de lo que tenemos en la cabeza, y hasta en el corazón, cuando hablamos de España. Aquellos que, desde el principio, vieron motivos para denostar la tentativa del Gobierno se sienten hoy cargados de juicio, invocan la unidad moral de la nación e incitan a "apostar lisa y llanamente por la derrota de ETA". Pero estos hombres de voz dura sopesan en su fuero interno lo arriesgado de esta apuesta, pues no pueden dejar de temer que una parte de la población vasca se sienta frustrada, que el terrorismo encuentre coartadas y que se envenenen hasta lo insoportable las relaciones sociales, tanto en el seno de Euskal Herria como entre ésta y las otras comunidades. No pueden, sobre todo, dejar de temer el retorno a las capillas ardientes y a los réquiem por modestos servidores del orden, para cuyas madres seguirá siendo escuálido consuelo el saber que han caído en defensa del orden constitucional y la unidad de España.
Víctor Gómez Pin es ex director del Departamento de Filosofía de la Universidad del País Vasco.
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